En una entrevista a Ian Cameron, Otto Preminger decía que “Miren, creo que todas las películas juntas, o toda la producción literaria junta, dan un mosaico de lo que piensan y sienten los hombres”. En el caso de El cardenal, Preminger se adentra por los meandros de púrpura en los que se debate un hombre que tiene que hacer frente a la historia y compaginarla con sus propios conflictos personales. Ambiciosa de principio a fin (como casi toda la producción fílmica de Preminger durante los años sesenta en los que abordó el problema de la nación israelí en Éxodo, los entresijos de la política y las jugadas personales de altura y suciedad de los que se dedican a ella en la excelente Tempestad sobre Washington, la táctica militar entendida como victoria pírrica a costa de un enorme precio personal en Primera victoria, los candentes derechos civiles de la época con La noche deseada, o el problema psicológico de la falta de cariño en un mundo cada vez más frío y oblicuo en El rapto de Bunny Lake), en el caso de El cardenal, el director opta por echar una profunda y larga mirada a algunos de los recovecos de la institución eclesiástica, con virtudes que no importa mostrar y con, sin duda, muchos defectos que no deja de denunciar. El resultado es una película lujosa, llena de lecturas con estupendas interpretaciones en las que sobresale en un trabajo secundario pero convincente el director John Huston, pilar fundamental de una película que a algunos puede parecer algo prolija pero que no admite ningún reparo técnico en su realización, algo lógico cuando Preminger llega en la década de los sesenta a la depuración máxima de una técnica que siempre ha parecido sencilla pero que nunca lo fue.
Aún así, Preminger se ganó a pulso la reputación de tiránico con los actores y fustigó en esta ocasión tanto al protagonista, Tom Tryon, que, después de dos rodajes más, uno de ellos con el propio Preminger como secundario en Primera victoria, decidió abandonar el cine iniciando una rentable carrera como actor televisivo y una sorprendente vocación literaria que le llevó a escribir un par de best-sellers. En cuanto a la película en sí, hay que destacar la excepcional banda sonora de Jerome Moross, la cuidada dirección fotográfica de Leon Shamroy y la brillante dirección artística de Lyle Wheeler, nombres desconocidos para la gran mayoría pero que componen un excelente equipo técnico para secundar las órdenes de un director que quiso ser trascendente y fue extraordinario.
Así pues, entre cánticos eclesiásticos, escarlata de intriga, testimonios de historia y atormentadas dudas, es hora de afrontar sin prejuicios una película que destaca por su imparcialidad, por su planteamiento de serenidad metódica, por su poca prisa por contarnos con detalle que el material del que están hechos los hombres de la iglesia también está compuesto por carne humana. Y es una película que el paso de los años no ha hecho más que mejorar. Tal vez sea porque también estamos viviendo tiempos turbulentos.
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