Siempre he pensado que está película es mucho más Billy y mucho menos Wilder. Esos colores cansados, de una Europa decadente que seduce a la agresiva Norteamérica, delatan la mirada de un hombre que sabe que lo inesperado puede hacer volar por los aires todas las convenciones que durante años han estado arraigando sobre las personalidades más acomodadas. Quizá ir al centro del problema sólo te hace ser parte de él. Y eso es lo que consigue este ejecutivo de gran compañía que viaja precipitadamente a Italia porque su padre ha muerto de forma inesperada. Más allá de idílicos campos de golf, del ajetreo consumido como droga, de estar sujeto a una conducta moral que tiene que ser intachable y ejemplar porque así se le ha inculcado desde su nacimiento, el personaje de Jack Lemmon descubre el placer del dolce far niente y de dejarse llevar por unos instintos que son los mismos que cautivaron y dieron ánimo a su padre para seguir con todas esas convicciones sociales de inútil satisfacción, de la máscara de insensibilidad con la que se disfrazan los triunfadores que olvidaron todo lo que merece la pena por el camino. Sólo que, tal vez, nos dice Billy, no lo olvidaron del todo.
Sin embargo, el hijo tiene asimilada y bien guardada bajo la piel la idea de que las transformaciones en la mediana edad tienen un alcance muy limitado pero también, y eso es lo verdaderamente importante, muy significativo. Tanto como hacer el amor con alguien a quien realmente se quiere. Entre la iniciación y la comprensión de todo el entramado, el gerente de un hotel entra y sale y Clive Revill demuestra lo excepcional que ha sido siempre. Más que nada porque todo el personal del establecimiento que regenta adora al difunto padre más que el propio hijo.
Mal recibida en su momento, Avanti fue una radiografía de los Estados Unidos realizada desde Italia con una descripción detallada de un país sin placeres mal administrado por burócratas de muy limitado alcance humano. Wilder, afectado y enfadado con todos los que se habían atrevido a opinar sobre ella, dijo: “Es una película muy personal para mí pero es demasiado amable. Para que hubiera podido despertar interés el hijo del presidente de esa enorme corporación tendría que haber ido a recuperar el cadáver de su padre y descubrir que se le ha encontrado muerto en el coche con un botones del hotel desnudo. El padre era un marica. Pero se trata sólo de una joven. Así que ¿a quién le importa? Se corría. Pues vaya cosa. ¿Me equivoco?”. Toda una declaración de amargura ante un público que comenzaba a acudir en masa a los cines siempre que hubiera algo escandaloso en las historias. La sombra de El último tango en París era muy alargada. Tanto que llegaba hasta Italia. Y Wilder, ese romántico con los ojos entornados por la amargura, sólo quería decir que todo el mundo, incluso los hombres que están hechos de piedra con ceros de billetes en los ojos, era capaz de sentir algo aunque, quizá, no en muchas ocasiones. Una vez al año. Tal vez dos.
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