viernes, 4 de noviembre de 2011

OTELO (1952), de Orson Welles

Venecia está inundada por las historias que guardan sus aguas. Y allí, en la princesa de ciudades, es donde un general es tan apreciado militarmente que ni siquiera está bien visto que pueda casarse con una joven. Entre las sombras oblicuas que nacen del odio se esconde Yago, perverso y abyecto, verdadero monstruo de celos y ambiciones que no acepta desempeñar un papel secundario entre los lugartenientes del general. Dentro de él, de Yago, anidan los celos porque, de algún modo, ama lo prohibido y quiere destruir todo lo que obstaculiza su camino. La conspiración toma forma entre las piedras hendidas por la fuerza del tiempo y por la oscuridad de la Venecia más luminosa. Y Yago, cima de corrupción, manipula a todos cuanto puede para que, en medio de la victoria, haya una derrota tan alta como el dosel de una cama.
En ese mundo de tiniebla, de rejas alargadas y de pensamientos sableados se mueve el Otelo, de Orson Welles. Realizada durante más de tres años en distintos escenarios (se sube una escalera de una almena en Venecia y se desciendo por el otro lado en Mogador, alarde y prodigio de montaje), con frecuentes interrupciones por falta de fondos (la escena de la muerte de Roderigo se concibió en unos baños turcos por la sencilla razón de que no había vestuario), el gran director concedió tal protagonismo a la roca del castillo, a la luz que coqueteaba peligrosamente con la penumbra, a la fascinación visual de unos celos que crecen hasta la desesperación (tanto por parte de Otelo como de Yago) que su obra permaneció anclada en la carencia superada por el talento. En los celos está contenido el mundo porque sólo la furia puede cambiar el poder. El poder está presente a lo largo de toda la obra de Orson Welles. El poder contenido en un pañuelo, falsedad de lágrimas y pecados para demostrar lo que nunca fue. Lo más fácil hubiera sido retratar a Venecia en su amplitud y no en el laberinto acuático de sus callejones y luego trasladarse a Chipre, bajo el sol de la victoria en la superficie y de la construcción de la derrota en batallas que no afectan al resto de la humanidad. Pero aquí, parece como si Welles hubiera decidido hacer que el encuadre, la planificación, la trama, el recitado y la pintura del blanco y negro formasen un todo compacto y perfecto al que sólo se libera en las siniestras sombras de un funeral que, simplemente, es un último te quiero remunerado con una bolsa que permanecía bien llena de dinero mientras hubiera algo por lo que luchar. Desdémona enterrada en velos de encaje. Otelo emergiendo de la total oscuridad, luz en negrura, para aclarar un pensamiento, un convencimiento que fue un capricho del diablo ambicioso y que quedará, para siempre, colgado en una caja de hierro y aire, de sueño teñido con la sangre de inocente…porque él no tiene sangre en sus venas…sólo maldad…sólo maldad…

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