Poco se suele hablar de una obra maestra de la talla de El tesoro de Sierra Madre, de John Huston. Y, probablemente, sea la historia definitiva sobre la codicia humana, sobre el alma corrompida ante el olor del polvo de oro y sobre que, tal vez, los verdaderos tesoros son aquellos que sólo están al alcance de quien sabe verlos y no de quien se deja nublar la visión con falsos oropeles dorados.
El personaje de Walter Huston, a la sazón padre del director y ganador con esta película de Oscar al mejor actor secundario del año 48, cree profundamente en que el viento esparcidor no es más que el verdugo de la propia naturaleza a la que se le ha arrebatado el oro. La justicia implacable de la montaña a la que, con sangre, sudor, lágrimas y decepciones, se le arranca la fortuna que guarda celosamente en su interior, es la que hace nacer el huracán salvaje que agita los árboles y levanta la aridez del desierto para configurarse en una extraña pócima atmosférica de pesado valor. Humphrey Bogart, por su parte, encarnando a ese Fred Dobbs que no ha conocido otra cosa que el pálido vagabundeo, la limosna humillante y el engaño persistente, de un pasado oscuro y que se adivina fugitivo, es el que deja que el oro, el suero de la codicia, se adentre por sus venas hasta llegar a atascar su corazón y secar su cerebro. Paranoia de la ambición, no puede dejar que lo extraído con tanto esfuerzo duerma tranquilo al son de lo inhóspito. Es incapaz de pensar en la bondad porque cree que tiene algo irremplazable. Y sólo es polvo. Polvo presa del tornado del pánico. Polvo que habita en los pulmones del sueño. Polvo…sólo polvo…aún más despreciable que el polvo que se posa en nuestras estanterías, aunque sea el material con el que se forjan los sueños, aunque sea púrpura del infierno de vivir…Es mejor no tocarlo y seguir teniendo algún valor en la parte izquierda del pecho o que sirva para que alguien, con una película, nos enseñe a ser algo mejores.
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