Las huellas dejadas en el desierto, bajo el polvo del crepúsculo, son también las marcas olvidadas en la vida disipada. Un mito desenfunda para no fallar en busca de un tren al que la tierra se tragó con una furia hecha de tiempo y sangre. Aquí, la acción es el camino y el sonido de las balas es el ruido del viento incansable. La búsqueda de un botín tapado por demasiados días es el hilo sobre el que se teje el opaco tapiz de la arena árida. Los caballos hunden sus patas por la estepa del calor y quien parte para rescatar un pasado perdido aún tiene algunos cartuchos por disparar. La fantasmal figura de un tren varado en las dunas sólo puede ser eclipsada por la presencia de quien supo mirar a través de los orificios de la muerte. Las complicidades nacen por largos viajes de fe y redención mientras el sol, abrasador y sin piedad, se esconde tras las sombras de un género que dio paso a la oscuridad y a un realismo que nos hizo desenfundar sin perdón.
Ladrones de trenes es un western de diálogos y situaciones, muy alejado del ritmo de los percutores enfebrecidos pero que, sin embargo, no renuncia a las reglas clásicas que obedecen a las miradas elocuentes, al valor donde se arrojan las aristas de la brutalidad. Es un mundo de fuertes enrolados en la aventura del cabalgar. Es ser mercenarios pero no a cualquier precio. Es el cuero desgastado en sillas de montar cansadas al mismo tiempo que se descubre un mirar de zarzas empujadas por el aire embravecido que sólo escupe fuego cuando es necesario.
Quizá ésta fuera la última vez en la que John Wayne acarició la empuñadura de un revólver con la autoridad que le hacía parecer inmenso, acorazado, vibrante, fuerte y honesto. Sí, ya sé que luego vinieron otras pero ya fueron meros ejercicios de mantenimiento de un mito que, con esta película, dejó de crecer. No es una gran historia e, incluso, a algunos les parecerá una mala historia pero tal vez sea el cierre de una gran historia. La historia de un actor de leyenda.
Para ello está un director discreto, alumno del gran John Ford, Burt Kennedy, que pone cierto oficio y poca autoría; una chica de armas tomar y curvas de silencio como Ann Margret que desarrolla una peculiar relación con Wayne y un inevitable plantel de secundarios que cubren las espaldas armados hasta los dientes. Fórmula fácil. Esquema sencillo. Pero no todo el mundo sabe hacerlo.
Así que mantengan las armas en la funda, guarden las balas injustas de alguien que siempre nos hizo disfrutar con sus andares, sus gestos y su sabiduría y no olviden terminar con un brindis por el último disparo del Duque. Tal vez él no se lo piense dos veces y vuele el vaso de un tiro…pero, diablos, merece la pena…
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