Cuando la ambición te pudre el alma, prescindir de una vida en aras del poder no es más que un mero trámite, algo molesto, para seguir escalando hacia el nido de los zorros. No importa que devores carroña, no importa que los sentimientos sean una variable tan frágil como anhelada. Es más importante repartirse las sobras de la presa cazada. Porque las entrañas insaciables y conspiradores te pedirán más desde el mismo corazón de la penumbra.
El espíritu de las raposas planea entre el olfato del beneficio rápido, el daño gratuito y la ausencia de escrúpulos. Sólo quien no quiere vivir sin el dolor y sin la capacidad de amar salta del nido hacia la rama de la libertad cobrando, en el aire, el terrible precio de la soledad, de los barrotes de sombra reflejados en el encaje de las cortinas. Quedarse agazapado allí, donde no hay luz, es mucho más seguro que apartarse de la manada, en campo abierto donde un petimetre no exento de arrogancia puede quitarte lo ganado, y donde cualquiera puede herirte con las punzantes flechas de la estima y del cariño.
Los ojos que penetran con la infamia, abiertos como puertas del infierno, asisten a la agonía mientras la podredumbre avanza y te hace olvidar todo lo que te hace ser humano. Todo lo que te conmueve es convertido en astillas para el fuego abrasante del poder agarrado con las manos de manera que no se puede escapar. La soberbia de la razón inventada aparece para fustigar el elitismo y la mirada falsamente compasiva. Morir, en el palacio de las raposas, no es morir. Es estar condenado antes de vivir. Por eso, la única persona que tiene escrita la claridad en los ojos, decide respirar el aire de los árboles que suenan con el viento y sueñan con la caricia.
William Wyler dirigió La loba con Bette Davis, Teresa Wright y Herbert Marshall basándose en la obra de la excepcional Lillian Hellman. Y no dudó en enseñarnos el duelo del alma corrompida hasta lo nauseabundo en contra de la intención de vivir mirando en nuestro interior.
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