Las sombras del pasado se ciernen sobre una calle que nace en un río y se pierde en la muerte. El destino parece escrito sobre una losa de cemento en plena acera y la cruz se posa en las espaldas de quien no puede con tanta desgracia. Una placa está a la espera de hacer justicia con un gesto y una palabra adecuada. No solo por un crimen sino también por un error en la vida. La simple fortuna elige la presa que ha de ser devorada por los lobos y la noche, la oscuridad, la desgracia y, sobre todo, el dolor, incitan al suicidio y a la rabia vengativa.
Las miradas se entrecruzan. La ira contenida parece echar un pulso a la mansedumbre que siempre es compañera del falso deambular en busca de respuestas sin final. La investigación espera, paciente y eficaz, porque Dios reclama sus deudas tarde o temprano. Llega la hora de la sospecha, del miedo mal entendido, del arrepentimiento tardío, de los nervios mal disimulados. La sangre delata y el hado aprieta. Un coche vigente en la memoria que se vuelve a presentar. La precisión de los sentimientos. Los celos provocados por las pérdidas, por la deprimente rutina de calles, de arañazos, de líos, de cariño desterrado. Una llamada de teléfono que no tiene contestación porque el abandono es evidente. Días de gris azulado que se suceden en los ojos del sufrimiento. Porque un día puede marcar. Porque un día puede ser la vida entera.
Las lágrimas quieren correr aún más que la sangre. Las palabras parecen dardos que esperan a ser disparados. La tristeza se instala porque los árboles están ahí, confundiendo el camino de salida, sin más salida que vagar sin rumbo, sin más objetivo que correr en medio del bosque. No hay un mañana porque se mutiló el ayer. La lluvia cae y nubla la visión. El amor se ausenta. La sensación de poder crece. Lo que es necesario e injusto. El crimen. La entrega. Agua. El río místico esconde sus secretos en agujeros de bala, como un velo de tinieblas y de bajos instintos. En la orilla, la desolación, la decepción, la derrota. Hay que ser fuerte para sobrevivir. Hay que matar para que la rabia siga controlada.
Y así, tres destinos que vacilan, que tropiezan, que caen, que se arrastran, que eligen y que temen, se unen una vez más para ver a uno de ellos alejándose, perdiendo su infancia, torciendo su existencia sin reparo posible, sabiendo que todo pudo ser intercambiable, y entonces todo hubiera sido al revés. No se supo reaccionar de niños y tampoco se supo reaccionar de adultos. La felicidad se puede agarrar con la punta de los dedos y nunca pasa por matar los traumas. El aire parece morir en el agua. Todo sigue según la imparable corriente.
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