jueves, 3 de abril de 2014

ENEMY (2013), de Denis Villeneuve

El caos es un orden que aún no está descifrado. A ello hay que entregarse cuando la vida agobia sin sentido, cuando el aire parece tan enrarecido que parece salir de los pulmones de dos tubos de escape, cuando los edificios toman forman imposibles y parecen monstruos dispuestos a devorar todo lo que deambula por una superficie de intensidad antinatural y de polución en los comportamientos. Y para hacer que la angustia existencial sea completa solo falta anular la individualidad que nos define, nos caracteriza y nos hace únicos.

Y es que nadie nos ha dicho que no hay un facsímil de nosotros mismos en otro lugar. Cerca o lejos, quizá haya un hombre o una mujer que sea idéntico físicamente a lo que vemos en el espejo cuando nos miramos en él. Las mismas cicatrices, los mismos ojos, el mismo pelo, la misma barba...incluso la misma voz. Todo entonces se vuelve más caótico porque se tiene la impresión de que uno no ha encajado del todo en su entorno y quizá sea más feliz en el de ese hombre que repite todas y cada una de nuestras características. Solo hay algo, casi imperceptible, que puede diferenciarnos, que puede mantener algo de integridad individual en cada uno de nosotros por mucho que nos hayan duplicado. Es la moral. Es eso que, a veces, tanto pesa y tanto se arrastra pero de lo que también tanto se prescinde cuando nos conviene. Es la rúbrica de nuestra personalidad. Es lo que nos distingue de un facsímil que, sin esa moral que también forma parte de lo que somos, está sencillamente incompleto.
Las obsesiones profundas también están presentes en esa reproducción caprichosa de la Naturaleza a la que tanto se ha enfadado con construcciones más imposibles, más desafiantes, más inquietantes, más impersonales y más fáciles de copiar. Las arañas pueblan los sueños del más inocente porque caer en su trampa tejida es algo muy complicado de asimilar. Y esa telaraña confeccionada con la paciencia que solo el destino puede tener se hilvana alrededor del amor y de todas sus consecuencias: el aburrimiento, el hastío, la agresividad, el silencio, la incomunicación y, sobre todo, una verdad que se intuye y que, en algunos casos, se acepta y en otros, no.
Denis Villeneuve ha articulado esta adaptación de El hombre duplicado, de José Saramago con hebras de misterio y de inquietud y deja que el abismo se abra ante las tribulaciones de esos dos hombres que encuentran una perfecta réplica de sí mismos y que se sienten irremediablemente atraídos hacia la vida del otro. Con el antecedente de Edgar Allan Poe y su relato William Wilson, Villeneuve coloca unos interrogantes en la cabeza de todos y nos pregunta por nuestra individualidad y por nuestra conciencia y consigue que algunos respondan mientras que otros no lo haremos por la dificultad que entraña un relato que siempre habita en los alrededores del suspense pero que huye de los tópicos y de facilitar los descifrados al más perezoso de los espectadores. Para ello, el director canadiense tiene un cómplice perfecto en el actor Jake Gyllenhaal que toca registros, los mueve, los mezcla y los vuelve a repartir como si fueran las cartas de una baraja dedicada a las virtudes y a los defectos mientras que algo afiladamente turbio se mueve en nuestro interior de manera demasiado desasosegante.

No es fácil asumir que, por ahí, en algún lugar de la noche o del día, hay otro facsímil de uno mismo, capaz de usurpar nuestras vidas porque somos tan ingenuos que creemos que basta el abrumador parecido físico para que la existencia cambie de dirección. Quizá haya monstruos a la caza en medio de la jungla de cemento porque el sexo llama con fuerza como cebo en la tela de araña. En algunos casos, será placentero caer aunque no se sepa cómo se va a salir. En otros, el tejido concéntrico se proyectará en un cristal que se ha roto intentando copiar una realidad de la que todos queremos huir.

No hay comentarios: