El caos es un orden que aún no está descifrado. A ello hay
que entregarse cuando la vida agobia sin sentido, cuando el aire parece tan
enrarecido que parece salir de los pulmones de dos tubos de escape, cuando los
edificios toman forman imposibles y parecen monstruos dispuestos a devorar todo
lo que deambula por una superficie de intensidad antinatural y de polución en
los comportamientos. Y para hacer que la angustia existencial sea completa solo
falta anular la individualidad que nos define, nos caracteriza y nos hace
únicos.
Y es que nadie nos ha dicho que no hay un facsímil de
nosotros mismos en otro lugar. Cerca o lejos, quizá haya un hombre o una mujer
que sea idéntico físicamente a lo que vemos en el espejo cuando nos miramos en
él. Las mismas cicatrices, los mismos ojos, el mismo pelo, la misma
barba...incluso la misma voz. Todo entonces se vuelve más caótico porque se
tiene la impresión de que uno no ha encajado del todo en su entorno y quizá sea
más feliz en el de ese hombre que repite todas y cada una de nuestras
características. Solo hay algo, casi imperceptible, que puede diferenciarnos,
que puede mantener algo de integridad individual en cada uno de nosotros por
mucho que nos hayan duplicado. Es la moral. Es eso que, a veces, tanto pesa y
tanto se arrastra pero de lo que también tanto se prescinde cuando nos
conviene. Es la rúbrica de nuestra personalidad. Es lo que nos distingue de un
facsímil que, sin esa moral que también forma parte de lo que somos, está sencillamente
incompleto.
Las obsesiones profundas también
están presentes en esa reproducción caprichosa de la Naturaleza a la que tanto
se ha enfadado con construcciones más imposibles, más desafiantes, más
inquietantes, más impersonales y más fáciles de copiar. Las arañas pueblan los
sueños del más inocente porque caer en su trampa tejida es algo muy complicado
de asimilar. Y esa telaraña confeccionada con la paciencia que solo el destino
puede tener se hilvana alrededor del amor y de todas sus consecuencias: el
aburrimiento, el hastío, la agresividad, el silencio, la incomunicación y,
sobre todo, una verdad que se intuye y que, en algunos casos, se acepta y en
otros, no.
Denis Villeneuve ha articulado
esta adaptación de El hombre duplicado,
de José Saramago con hebras de misterio y de inquietud y deja que el abismo se
abra ante las tribulaciones de esos dos hombres que encuentran una perfecta
réplica de sí mismos y que se sienten irremediablemente atraídos hacia la vida
del otro. Con el antecedente de Edgar Allan Poe y su relato William Wilson, Villeneuve coloca unos
interrogantes en la cabeza de todos y nos pregunta por nuestra individualidad y
por nuestra conciencia y consigue que algunos respondan mientras que otros no
lo haremos por la dificultad que entraña un relato que siempre habita en los
alrededores del suspense pero que huye de los tópicos y de facilitar los
descifrados al más perezoso de los espectadores. Para ello, el director
canadiense tiene un cómplice perfecto en el actor Jake Gyllenhaal que toca
registros, los mueve, los mezcla y los vuelve a repartir como si fueran las
cartas de una baraja dedicada a las virtudes y a los defectos mientras que algo
afiladamente turbio se mueve en nuestro interior de manera demasiado
desasosegante.
No es fácil asumir que, por ahí,
en algún lugar de la noche o del día, hay otro facsímil de uno mismo, capaz de
usurpar nuestras vidas porque somos tan ingenuos que creemos que basta el
abrumador parecido físico para que la existencia cambie de dirección. Quizá
haya monstruos a la caza en medio de la jungla de cemento porque el sexo llama
con fuerza como cebo en la tela de araña. En algunos casos, será placentero
caer aunque no se sepa cómo se va a salir. En otros, el tejido concéntrico se
proyectará en un cristal que se ha roto intentando copiar una realidad de la
que todos queremos huir.
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