Hay que reconocer, sin dudar cual dogma jurídico básico,
que la justicia es ciega. Pero no es menos cierto que también, de vez en cuando
y como quien no quiere la cosa, es ligera de cascos. Es lógico. Detrás de tanta
frustración, de tanto error judicial, de tanto trabajo de los funcionarios de
justicia enterrados en montañas de expedientes, de diligencias previas y de
autos recurribles, tiene que haber algún desahogo, alguna vía de escape que
relaje un poco esa balanza implacable que se encarga de administrar la igualdad
y el orden necesario de toda democracia. El problema surge cuando la justicia
se acuesta con el criminal y empieza a ser parte implicada e incluso cómplice
del delito.
Bueno, delito, delito...no, a no ser que una de las
partes implicadas sea una jueza de intachable trayectoria, entregada a su
trabajo y con ningún trato conocido con el sexo contrario, o sea, el débil, o
sea, el masculino. Y es que una noche de desenfreno entre los cubos de la
basura a altas horas de la madrugada la tiene cualquiera. Y no sería de
extrañar que esa personificación de la justicia sea sexualmente más agresiva
que la imaginación más calenturienta. El resultado, como era de esperar, es que
algunos meses después, la jueza no se acuerda de nada y se sorprende de que la
bebida sea capaz de sacar su lado más turbio y su barriga comienza a crecer
sospechosamente.
La cosa no pasaría de una mera
anécdota si no fuera porque, a lo mejor, el tipo que le hizo pasar un buen rato
y entrar en la gloria es un psicópata cuya afición es hacer perder la visión a
los demás, como lo hizo con ella. Y para más desconsuelo, un estúpido de toga y
mazo, trata de ligarse a la jueza con más torpeza que un coscorrón traicionero.
Total, que se abre sumario y hay que decretar secreto de las actuaciones porque
el temita se complica de forma ostensible.
Otrosí habría que destacar el
trabajo de Sandrine Kiberlain como esa jueza despistada que se encuentra en un
marasmo de dudas al comprobar que es tan humana que, incluso, despierta
compasión aunque la película se queje por algún lado de incoherencia suma, de
casquería burlona o de alevosa precipitación. El rato se pasa con una sonrisa,
con un par de golpes destacables y con la aparición de un traductor del idioma
de los sordomudos que me suena de algo aunque mis labios están sellados al
respecto.
Así que acomódense y guarden
silencio. El tribunal se reúne para deliberar más allá de la pantalla, ahí
mismo, en la platea. Todos los que tengan algo que decir, acérquense y serán
escuchados. El secreto del sumario será desvelado según avance la instrucción
del caso. Y el caso, no se engañen, es una crítica a la justicia, a los jueces
que, muy a menudo, pierden de vista el fondo de la cuestión y, sobre todo, a la
apelación de la ternura que hasta el más duro debe tener en algún lugar del
expediente. Todos somos seres humanos aunque caigamos en las redes de unos
cuantos abogados desaprensivos que se atreven a enfocar la defensa desde unos
puntos de vista delirantes o de unos médicos forenses que no dudan en
diseccionar en canal todos nuestros sentimientos. El dictamen debe seguir su
curso y las pruebas de la soledad y de la falsa apariencia serán desmenuzadas
ante la corte de justicia. El veredicto es entretenido y corto. Atúsense la
peluca y no se vuelvan locos. En realidad, un juicio no es más que un trámite
en el que no gana siempre el que tiene la razón, sino el que más convincente se
muestra y sobran las consideraciones posteriores a no ser que se pongan a llorar en medio de
la noche cuando la sentencia sea ejecutada. Y la sentencia es cuidar de un niño
que duerme y está en brazos de la más acogedora de las razones que es la vida.
Ella nos dirige en una dirección o en otra por mucho que nos empeñemos en hacer
que la inteligencia se imponga. Y no todo es cuestión de inteligencia ¿verdad?
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