miércoles, 7 de mayo de 2014

EL ÍDOLO DE BARRO (1949), de Mark Robson

Encajar golpes es fácil. Lo difícil es darlos. Eso seguro. Por eso, cuando Midge Kelly sube al ring no sufre. Ya le han dado demasiados golpes. La vida es el púgil más duro. Un directo y te lleva al suelo sin apenas tiempo de cerrar los ojos. Por eso hay que subir ahí y ser mejor, y ser más, y llevarse todo por delante. Porque él también fue arrollado por los problemas, los sinsabores y, sobre todo, por las malditas humillaciones. Y él se está vengando por todas y cada una de ellas. Ahora nadie se burla de Midge Kelly. Saben que es el mejor.
Pero lo cierto es que, en algún lugar del camino, él también ha dejado su alma. Apenas se ha dado cuenta. La enterró en alguna de las muchas curvas que ha tenido que sortear. Dentro de su pecho, no hay más corazón que el que le permite asestar el siguiente golpe. Dentro de su cabeza, no hay más sentimientos que el revanchismo que le lleva al deseo de fastidiar al mismo triunfo. Hay un pasillo, por ahí en medio de los vestuarios, con algunos círculos de luz en el suelo, casi en penumbra, que será el testigo de la auténtica derrota de Midge Kelly.
El boxeo hace gigantes con pies de barro y enanos con pies de acero. Es un mundo incomprensible. Cuando crees que estás mejorando, en realidad estás empeorando. Perder es algo que no entra dentro del vocabulario del campeón pero le van a obligar a perder para que pueda ganar. No, no, el orgullo podrá más. Ya está bien de perder. Desde que Midge Kelly se calza los guantes se acabó lo de perder, es hora de empezar a ganar. Y si hay que romper un par de mandíbulas, se rompen y ya está. A él le rompieron el corazón que tenía a base de golpes. Y ahí está, siendo el campeón. El irrepetible. El único. Por supuesto, él ignora que, siendo el campeón, también tendrá una muerte única.

Kirk Douglas consiguió su primera nominación al Oscar con esta película poniendo esa agresividad tan característica en sus interpretaciones. Douglas consigue golpear, no solo con los puños, sino también con la cara, insultante en todo momento, con instinto de vencedor sin ambages. Suya es la mejor parte de la película por encima de trabajos tan interesantes como los de Arthur Kennedy, Ruth Roman o Paul Stewart y, por supuesto, eclipsando el trabajo de dirección, comedido y climático, de un Mark Robson que supo que la mayor influencia del cine entre cuerda y lona era la iluminación y la fotografía. Solo así podremos sumergirnos en el mundo de ese campeón que lo perdió todo para ganar y, al final, también fue derrotado por sus debilidades. Solo así sabremos que hay cosas mucho más importantes que el mismo triunfo. Al fin y al cabo, sentirse querido por millares no compensa la satisfacción de ser un hombre con todas las letras. Y este campeón prefirió ser un animal que se olvidó de la piedad.

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