viernes, 30 de mayo de 2014

SIETE LADRONES (1960), de Henry Hathaway

Un último golpe antes de la última copa. Al fin y al cabo, eso es la vida. Algo que siempre es lo último. Para ello, solo tienes que confiar en las personas adecuadas. El dinero corre en Montecarlo y parece que silba para que vayas detrás de él. Claro que la chica tampoco está mal. Sus caderas cimbreantes parecen toda una convocatoria para el pecado. Sin embargo, siempre se presenta el invitado imprevisto. Ése que nunca quieres ver. Pero el golpe es lo primero. Solo sentir que el éxito siempre estuvo ahí, a la vuelta de un billete de mil francos. A la vuelta de una reja de mil días.
Las fichas resuenan entre los números que no dejan de girar. Sentirse en medio de todo eso una vez más es llegar a ser verdaderamente libre. Trajes elegantes, mujeres de ensueño…Lástima que los desconfiados te quiten su tanto por ciento de placer pero ese último golpe al lado de quien más quieres…Bueno, al menos, será un testimonio de cariño aunque nadie se dé cuenta. Los ladrones siempre son ladrones. Incluso para hurtar sentimientos. Y la edad es el mayor ladrón de todos.
La música se presiente en el aire y el blanco y negro se hace color. Color de números rojos y negros, color de mujeres de miel y negro, color de días de pasado y negro. Todo tiene que estar minuciosamente preparado porque el tipo que ha ideado todo, sabe lo que hace. Poner el dinero para llevarlo a cabo no tiene ningún mérito. Él es el que vale. Los demás son monedas falsas disfrazadas de elegancia. Todo depende del lado desde el que se mire. Y hay alguno, incluso, que mira desde el lado de vuelta.
Henry Hathaway dirigió esta atípica película de guante blanco con un Rod Steiger excepcional acompañado de un soberbio Edward G. Robinson, marcos perfectos para llevar a cabo un atraco sin mano ni arma. A veces, con mucha clase, basta para llevárselo todo. Con reminiscencias de Bob, el jugador, de Jean Pierre Melville, esta película es una lección para apostar sobre seguro con cartas de farol. Es así de simple su fórmula, y así de complicada. Porque si hay que arriesgarlo todo, más vale hacerlo con gente que es profesional. Y estos tipos lo eran.

Y es que realizar una misión imposible con sombrero negro tiene lo suyo. Hay que jugar con astucia y perder con voluntad. Hay que camuflarse entre una gran celebración para que la noche sea la aliada. Una noche larga y amarga aunque el éxito sea un atracador más. La llamada de ese éxito no es por avaricia, sino por vanidad. Ser el mejor tiene el precio de la soledad y es obligatorio hacer ese último golpe, esa última copa. El cerebro del asalto tiene que saberlo y tener conciencia de ello. Lo demás carece de importancia. El cariño es el botín. Y es algo que no se puede devolver. Se queda en depósito y encerrado en la caja de seguridad. No puede venir ningún desaprensivo a tocarlo, revolverlo y llevárselo. Es lo único que debe permanecer en algún rincón de nuestro interior.

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