Una enorme casa y demasiado
tiempo libre. Lo peor para un niño. Y claro, la fantasía vuela también con una
pequeña culebra que tiene escondida detrás de un ladrillo de la pared de la
terraza. El mundo de los adultos se le echa encima pero, menos mal, hay un
eficiente mayordomo que es la diversión pura. Baines tiene muchas obligaciones
pero siempre saca la sonrisa del niño. Incluso cuando la casa es un verdadero
caos por traslado o por un viaje o por cualquier otra causa, Baines siempre tiene
una payasada para que el niño, en lo alto de la interminable escalera, sonría.
Baines no puede ser malo. Al niño le gustaría que fuese su padre. Ése que no
tiene porque siempre está detrás de sus papeles diplomáticos.
Sin embargo, Baines…también tiene
algo de malo. Es lo que pasa con los ídolos. Primero están allí arriba,
inalcanzables, sin mancha, sin ningún tipo de reparo y, al momento siguiente,
caen agotados porque caen en las típicas contradicciones de adulto. Se puede
ser un encanto con los niños y una verdadera fiera en su vida, quién sabe. El
niño no lo puede saber. Total, no le dejan entrar en el mundo de los adultos y,
cuando le dejan, es para que deje de decir mentiras…o verdades.
La casualidad se alía con la
muerte, la noche se convierte en un tablero de juegos y, tal vez, podría haber
un oasis de felicidad en ese desierto enorme que es la mansión de escaleras de
mármol y estirados cuadros de políticos y prohombres. Baines es el centro de
todo porque, a pesar de ser un simple criado, es también el bufón, el que
siempre tiene la palabra adecuada de consuelo, el tipo de vestir correcto y
habla educada y que educa todo lo que toca. Basta con echar un vistazo y uno
puede intuir que, sin él, la Embajada sería un auténtico desastre. Claro que, a
lo mejor, hay que borrar las huellas de un crimen y mejor no perjudicar al
único juguete que posee el niño. Estos policías preguntan siempre las cosas y
no van nunca al grano. Deberían preguntar de tal forma que el niño pudiese
decir la verdad sin tener que decir antes una mentira. Al final, por supuesto,
el bosque de verdades y mentiras se confunde y se mezcla y el crimen se
presenta más turbio y más claro y lo que era, ya no es y lo que es, comienza a
pasar.
Carol Reed dirigió con una
maestría indiscutible esta película que se mueve, con ligereza y abrumadora
lógica, por los abismos del suspense y del mundo infantil para descubrir, en
realidad, el absurdo agobiante del mundo adulto. La cámara salta y se mueve
entre los personajes con una facilidad que llega a ser admirable y el relato
absorbe y atrapa porque Graham Greene también hizo el guión basándose en su
propio relato El mayordomo. El
resultado es sencillamente magistral, con un Ralph Richardson en uno de los
mejores papeles de su carrera, con el silencio impreso en sus pisadas y con la
sonrisa amarga del individuo que ha sido un perdedor siempre y, por una vez, no
quiere salir derrotado. Y es que los ídolos, con mucha frecuencia, son el
prólogo del fracaso.
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