martes, 24 de junio de 2014

EL MUNDO EN SUS MANOS (1952), de Raoul Walsh

El hombre de Boston. Un tipo que tiene las cosas muy claras. Y que, por supuesto, quiere tener el mundo en sus manos. Porque, para él, el mar no tiene límites. Y su ambición tiene mucha brújula. Es capaz de arriesgarse porque confía en sus posibilidades. Hay verdad en sus acciones, por muy barriobajeras que sean, y una cierta honestidad en sus sueños. La civilización, para él, es el exceso. El mar es un lugar para la aventura más trepidante. Una pista de carreras. Una alfombra para llegar a sus metas. Una refrescante locura. Basta con coger ese barco veloz que posee, La peregrina de Salem, y hacer que corra con el viento, que corra como el viento, hacia el deseo, hacia lo más inalcanzable. Quiere poner el mundo en las manos de alguien. Así, siempre estará amarrado al timón, llevando la felicidad en la carne y el aire en la cara.
Claro que tiene un enemigo socarrón, fanfarrón y timador como es el Portugués. Un marinero veterano que es amante de las trampas aunque él presuma de honestidad. Es uno de esos que escupe en la mano para sellar un trato y con la otra te sacude un buen puñetazo para que estés siempre alerta. Sabe espolear la rabia para que salga lo peor de sus enemigos y no te puedes fiar de él ni para ir de aquí a la esquina, allí donde la ola se convierte en espuma. Y él no desea nada. Solo desea más.
Y así vamos de fiesta a pulso, de tortazo a vela, de beso a rumbo. Raoul Walsh imprimía tanta velocidad a su historia que ganaba cualquier carrera y Gregory Peck y Anthony Quinn componían personajes para una historia atípica de goletas ligeras y matrimonios convenientes. Ann Blyth, bellísima y comedida, pone hermosura a cada plano que aparece y no se puede más que disfrutar con esta historia de competidores, de amores inesperados, de ideas locas y estelas en el agua holladas con quillas rápidas. No cabe duda de que sentar la cabeza es algo que viene bien al aventurero de leyenda, más que nada porque ya es hora de hacer que la vida también se convierta en una aventura al lado del amor. Y esta chica, con tanta joya y tanta mirada que atraviesa, bien vale poner en juego a toda una tripulación.

Esos estirados políticos, engolados militares zaristas que solo quieren expoliar los territorios que tienen a su cargo, no son más que muñequitos de plomo que rompen en cuanto se les toca. Un duelo bien rodado a espada y estaca, con un vigor inusual, termina por ser la piedra definitiva. Y la dama ya pertenece al hombre de Boston desde el mismo momento en que se vieron por primera vez. Esos son los riesgos de tener el mundo en sus manos, que se regala a la guardiana de los cariños más olvidados. El mar se encarga de hacerlos pasar en la memoria porque sus aguas son celosas. Por eso se forman las olas, por eso solo se pueden tener las dos cosas. Los besos y el rugido del agua agitándose y diciendo a cada nudo que su amor está en el fondo.

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