El hombre de Boston. Un tipo que
tiene las cosas muy claras. Y que, por supuesto, quiere tener el mundo en sus
manos. Porque, para él, el mar no tiene límites. Y su ambición tiene mucha
brújula. Es capaz de arriesgarse porque confía en sus posibilidades. Hay verdad
en sus acciones, por muy barriobajeras que sean, y una cierta honestidad en sus
sueños. La civilización, para él, es el exceso. El mar es un lugar para la
aventura más trepidante. Una pista de carreras. Una alfombra para llegar a sus
metas. Una refrescante locura. Basta con coger ese barco veloz que posee, La peregrina de Salem, y hacer que corra
con el viento, que corra como el viento, hacia el deseo, hacia lo más
inalcanzable. Quiere poner el mundo en las manos de alguien. Así, siempre
estará amarrado al timón, llevando la felicidad en la carne y el aire en la
cara.
Claro que tiene un enemigo
socarrón, fanfarrón y timador como es el Portugués. Un marinero veterano que es
amante de las trampas aunque él presuma de honestidad. Es uno de esos que
escupe en la mano para sellar un trato y con la otra te sacude un buen puñetazo
para que estés siempre alerta. Sabe espolear la rabia para que salga lo peor de
sus enemigos y no te puedes fiar de él ni para ir de aquí a la esquina, allí
donde la ola se convierte en espuma. Y él no desea nada. Solo desea más.
Y así vamos de fiesta a pulso, de
tortazo a vela, de beso a rumbo. Raoul Walsh imprimía tanta velocidad a su
historia que ganaba cualquier carrera y Gregory Peck y Anthony Quinn componían
personajes para una historia atípica de goletas ligeras y matrimonios
convenientes. Ann Blyth, bellísima y comedida, pone hermosura a cada plano que
aparece y no se puede más que disfrutar con esta historia de competidores, de
amores inesperados, de ideas locas y estelas en el agua holladas con quillas
rápidas. No cabe duda de que sentar la cabeza es algo que viene bien al
aventurero de leyenda, más que nada porque ya es hora de hacer que la vida
también se convierta en una aventura al lado del amor. Y esta chica, con tanta
joya y tanta mirada que atraviesa, bien vale poner en juego a toda una
tripulación.
Esos estirados políticos,
engolados militares zaristas que solo quieren expoliar los territorios que
tienen a su cargo, no son más que muñequitos de plomo que rompen en cuanto se
les toca. Un duelo bien rodado a espada y estaca, con un vigor inusual, termina
por ser la piedra definitiva. Y la dama ya pertenece al hombre de Boston desde
el mismo momento en que se vieron por primera vez. Esos son los riesgos de
tener el mundo en sus manos, que se regala a la guardiana de los cariños más
olvidados. El mar se encarga de hacerlos pasar en la memoria porque sus aguas
son celosas. Por eso se forman las olas, por eso solo se pueden tener las dos
cosas. Los besos y el rugido del agua agitándose y diciendo a cada nudo que su
amor está en el fondo.
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