viernes, 27 de junio de 2014

TESTIGO HOSTIL (1968), de Ray Milland

Una encrucijada que el destino parece empeñarse en propiciar. La muerte de una hija, un antiguo caso en el que se actuó como fiscal, un asesinato, la casualidad, una serie de pruebas colocadas estratégicamente para inculpar sin piedad… Solo la fe ciega en la justicia podrá sacar adelante una declaración de inocencia. Y es que, a veces, los amigos, queriendo favorecer, no hacen más que perjudicar y los empleados…vaya, son buena gente, sin duda, pero no están a la altura a la que se espera. La sombra de Agatha Christie y su Testigo de cargo es muy larga y la dirección de Ray Milland, aún con algunos detalles de cierta clase, se queda ligeramente corta.
El actor decidió dar el salto a la dirección en 1955 con una película insólita como es Un hombre solo, un western que sorprende porque en su primera mitad hay una ausencia total de diálogos. Testigo hostil es la quinta y última película en la que se puso tras las cámaras y se decide por una realización casi televisiva, con transiciones algo chapuceras y, sin embargo, con detalles que llegan a ser muy interesantes. Uno de ellos es la dirección de actores, concentrando sus esfuerzos en las expresiones, intentando traspasar el pensamiento al espectador. Otro de sus aciertos está en los movimientos de los personajes, de origen claramente teatral, y en la diáfana narración que se va exponiendo de forma que el espectador va descubriendo los misterios de la trama principal a la vez que su protagonista. Sin embargo, Milland se encarga de recubrirlo todo del resbaladizo aceite de la ambigüedad, suficiente como para sembrar un punto de sospecha que, sin duda, incomoda y deja una sombra de duda, apenas perceptible pero muy efectiva.
Y es que la justicia debe ser ciega pero no inflexible. Tiene que haber oportunidad para la defensa porque, incluso en estos tiempos, se tiende a declarar culpable a las personas mucho antes de entrar en la sala de juicio. Y nos olvidamos de la presunción de inocencia. Sí, porque preferimos pensar que ese personajillo que cae mal, que ese contrincante ideológico, que ese icono de cierta institución o que ese corrupto ladrón que está bajo sospecha es culpable. Así nuestras entrañas se quedan tranquilas y apretamos los labios con mala leche para murmurar una maldición y un desahogo. Al fin y al cabo, que paguen los poderosos, hombre, que ya está bien de tanto apretar mientras ellos se dan la gran vida. Culpable, culpable y que le caigan veinticinco años de condena.
Y quizá el protagonista de esta historia no sea especialmente simpático, ni caiga demasiado bien. En él se halla la arrogancia, la vanidad y la inflexibilidad. Tampoco hay un pequeño epílogo que haga que ese abogado muestre algo más de humanidad que arrastrarse hacia la locura porque pierde lo que más quiere. A Milland no le preocupa que su protagonista caiga mal. Y es que la justicia tiene que estar por encima de esas nimiedades.


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