jueves, 18 de septiembre de 2014

ATAQUE (1956), de Robert Aldrich

La cobardía cuesta vidas. Más que nada porque no solo es una cobardía tradicional intentando ponerse a salvo físicamente, escondido detrás del miedo y del oportunismo. También es una cobardía moral, que rehúsa afrontar responsabilidades cuando el puesto de mando obliga a tomar decisiones. El pánico hiela los huesos y cada vez que aparece, un hombre muere. Esto no es fatiga de combate. Es volver la espalda a los que luchan a tu lado.
Siempre habrá algún oficial o suboficial que se las sepa todas. Uno de esos hombres con los que sabes que las balas no te alcanza y, si dan en el blanco, dolerán menos. El convencimiento de que llegó el momento de ir al infierno con un poco de plomo en el cuerpo es el mayor de los consuelos cuando el aislamiento, la soledad y la impotencia hacen tanta mella que es imposible apretar de nuevo el gatillo de la ametralladora. El olor a cemento recién partido por las bombas es inconfundible y no hay mucha diferencia entre luchar entre las ruinas y formar parte de ellas.
Puede que haya también algún coronel oportunista y zafio y que quiera aprovecharse de la situación. Uno de esos hombres que es capaz de cerrar los ojos ante la justicia y, aún así, sacar provecho de ese acto. Él sabe que todos callan cuando les conviene y que el ser humano es arribista por naturaleza. Una medallita por allí, una mención por allá…paja para el burro que, de todas formas, tiene que morir. Lo que importa es el después. Y si para beneficiarse tiene que respaldar a un inútil, no hay problema. Se hace y luego se le pide la devolución del favor. La guerra es así, hermano. Hay que esquivar las balas y, si se puede, atrapar alguna para tener de sobra.
El honesto oficial que quiere mantenerse como espectador tendrá que tomar partido. Todo ser humano tiene un límite ante los desmanes ajenos y él hace tiempo ya que ha llegado al final. Ha intentando comprender las razones de la cobardía y admirar los argumentos de la valentía pero no ha sido ni uno ni otro aunque siempre ha cumplido con su deber. Precisamente eso es lo que le mueve a ser parte del tablero de intrigas. Cumplir con el deber y que se hunda el mundo si esa es la consecuencia. Lo hace por todos aquellos que se quedaron en el camino. Tal vez lo hace también para quedarse con ellos en ese camino.
Una patrulla a la que le sobra valor y que está dispuesta a callar ante lo que es un asesinato en tiempos de guerra. ¡Qué ironía! Asesinato en tiempos de guerra. Sí, eso también puede existir. Basta con darse cuenta de la maldad a la que lleva la inmoralidad del egoísmo y guardar silencio. Matar y morir es lo que se les pide pero todo tiene un límite. Y la dignidad es uno de ellos por muy bajo que hayan caído disparando contra el enemigo. Son hombres de verdad. Son guerreros de palabra.

Robert Aldrich y su visión de una guerra desde el interior de los soldados que están combatiendo, alejándose del heroísmo y retratando a unos cuantos seres que se van deshaciendo poco a poco, como el hormigón reventado por los obuses de unos cuantos tanques, como la moral pisoteada por la soberbia de unos cuantos mandos que merecerían morir.

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