martes, 10 de febrero de 2015

MUERO CADA AMANECER (1939), de William Keighley

Muero cada amanecer porque un maldito fiscal del distrito lo ha arreglado todo para que yo vaya a parar con mis huesos en la cárcel. La corrupción está entre los que mandan y mi profesión de periodista que dice la verdad molesta a todos. Han muerto tres personas y se me culpa. Intento que nada me afecte pensando que la cárcel es solo un estado temporal a pesar de que me han condenado a veinte años y un día. Pero esto acaba con cualquiera. No se puede hablar salvo en las horas de patio. Hay que trabajar todo el día en un telar de algodón que se enreda, que corta las manos, que se atasca y que hay que engrasar todos los días. Como alguien no haga algo pronto, no saldré de aquí nunca.
Muero cada amanecer porque he conocido a muchas personas malvadas, deseosas de dar rienda suelta a su ambición y, sin embargo, aquí, en la cárcel, he encontrado a un mafioso de cierta categoría que es capaz de dar lo mejor de sí mismo por mí. Y eso no es corriente. Es una contradicción vital. Es un hombre malo que, en algún lugar de su corazón, guarda un resquicio de gratitud y quiere pagar demostrando mi inocencia. Todo lo que yo tengo que hacer es denunciarle por un crimen. Y entonces todo se aclarará. El maldito fiscal del distrito ha nombrado a uno de sus secuaces como jefe de la junta de libertad condicional. Jamás saldré de aquí por esa vía. Y sigo muriendo, día tras día, esperando que alguien se fije en mi caso y se dé cuenta de que soy inocente. La cárcel me ahoga.
Muero cada amanecer porque tengo una chica ahí fuera esperándome. Es otra periodista. Es inteligente y tiene empuje. Llora por mí todos los días y yo la quiero. Pero es inútil. Tiene que jugar algunas cartas con astucia para que el mafioso se decida a aclarar el crimen del que se me acusa. Ella lucha mientras yo espero. Y la espera me mata porque el algodón es aburrido, insoportable, pesado y odioso. Los guardias de esta prisión son viciosos de la crueldad. Les gusta humillar a todos. Alguno muere por su culpa. Y ellos no tienen conciencia. En realidad, si lo pienso un poco, ellos son los prisioneros y yo soy el hombre libre. Y no puedo quitar de mi vista estos barrotes que me encierran y me enmudecen. Muero porque la verdad no la quiere conocer nadie. Muero por una libertad que no llega.
Muero cada amanecer porque el día se hace eterno y la noche es demasiado silenciosa. Cuando te encadenan en la celda de castigo te obligan a estar de pie todo el día, a comer de un plato como si fueras un perro, a dejar de ser hombre. Tortura. Para librarme de ella solo tengo que morir y, no obstante, cada amanecer se presenta un nuevo día en el que hay menos esperanza y solo una promesa de repetición. No es fácil morir todos los días.

Muero cada amanecer supuso la primera nominación al Oscar para James Cagney. Y no hacía ningún papel de asesino, ni de ladrón, ni de hombre hecho a sí mismo que se salta todas las leyes para construir un imperio. Solo era un periodista que fue encarcelado por decir la verdad. Y a punto estuvo de convertirse en un hombre malo. Dirigida por William Keighley, la película retrata la vida en la cárcel para un inocente. Con sus días repetidos, sus pactos secretos, sus veladas amenazas, sus certezas vigiladas y su silencio arrinconado. Es como para morir cada amanecer.

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