Muero cada amanecer porque un
maldito fiscal del distrito lo ha arreglado todo para que yo vaya a parar con
mis huesos en la cárcel. La corrupción está entre los que mandan y mi profesión
de periodista que dice la verdad molesta a todos. Han muerto tres personas y se
me culpa. Intento que nada me afecte pensando que la cárcel es solo un estado
temporal a pesar de que me han condenado a veinte años y un día. Pero esto
acaba con cualquiera. No se puede hablar salvo en las horas de patio. Hay que
trabajar todo el día en un telar de algodón que se enreda, que corta las manos,
que se atasca y que hay que engrasar todos los días. Como alguien no haga algo
pronto, no saldré de aquí nunca.
Muero cada amanecer porque he
conocido a muchas personas malvadas, deseosas de dar rienda suelta a su
ambición y, sin embargo, aquí, en la cárcel, he encontrado a un mafioso de
cierta categoría que es capaz de dar lo mejor de sí mismo por mí. Y eso no es
corriente. Es una contradicción vital. Es un hombre malo que, en algún lugar de
su corazón, guarda un resquicio de gratitud y quiere pagar demostrando mi
inocencia. Todo lo que yo tengo que hacer es denunciarle por un crimen. Y
entonces todo se aclarará. El maldito fiscal del distrito ha nombrado a uno de
sus secuaces como jefe de la junta de libertad condicional. Jamás saldré de
aquí por esa vía. Y sigo muriendo, día tras día, esperando que alguien se fije
en mi caso y se dé cuenta de que soy inocente. La cárcel me ahoga.
Muero cada amanecer porque tengo
una chica ahí fuera esperándome. Es otra periodista. Es inteligente y tiene
empuje. Llora por mí todos los días y yo la quiero. Pero es inútil. Tiene que
jugar algunas cartas con astucia para que el mafioso se decida a aclarar el
crimen del que se me acusa. Ella lucha mientras yo espero. Y la espera me mata
porque el algodón es aburrido, insoportable, pesado y odioso. Los guardias de
esta prisión son viciosos de la crueldad. Les gusta humillar a todos. Alguno
muere por su culpa. Y ellos no tienen conciencia. En realidad, si lo pienso un
poco, ellos son los prisioneros y yo soy el hombre libre. Y no puedo quitar de
mi vista estos barrotes que me encierran y me enmudecen. Muero porque la verdad
no la quiere conocer nadie. Muero por una libertad que no llega.
Muero cada amanecer porque el día
se hace eterno y la noche es demasiado silenciosa. Cuando te encadenan en la
celda de castigo te obligan a estar de pie todo el día, a comer de un plato
como si fueras un perro, a dejar de ser hombre. Tortura. Para librarme de ella
solo tengo que morir y, no obstante, cada amanecer se presenta un nuevo día en
el que hay menos esperanza y solo una promesa de repetición. No es fácil morir
todos los días.
Muero cada amanecer supuso la primera nominación al Oscar para
James Cagney. Y no hacía ningún papel de asesino, ni de ladrón, ni de hombre
hecho a sí mismo que se salta todas las leyes para construir un imperio. Solo
era un periodista que fue encarcelado por decir la verdad. Y a punto estuvo de
convertirse en un hombre malo. Dirigida por William Keighley, la película
retrata la vida en la cárcel para un inocente. Con sus días repetidos, sus
pactos secretos, sus veladas amenazas, sus certezas vigiladas y su silencio
arrinconado. Es como para morir cada amanecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario