martes, 3 de marzo de 2015

RESERVOIR DOGS (1992), de Quentin Tarantino

La intrascendente charla de unos tipos en una cafetería se convierte en un paseo despreocupado por las orillas de la muerte. Un robo que no sale del todo bien, la inutilidad de la policía, la brutalidad innecesaria de unos tipos a los que no les importa matar, un psicópata que le gusta torturar…tal vez porque cuatro años en la cárcel sin abrir la boca es demasiado para cualquiera…Lo cierto es que son profesionales y todo sale mal. Esos tipos trajeados de negro y ataviados con gafas oscuras son especiales, son unos perros encerrados a la búsqueda de culpables. Y la  tragedia está ahí mismo, desangrándose delante de ellos.
Sus sonrisas socarronas, son solo máscaras de su propia crueldad. Las sospechas saltan como balas disparadas furiosamente. La muerte brota siempre con lentitud, después de muchas vueltas al asunto, con una canción del super sonido de los setenta, o con una lata de gasolina al borde del espanto. Los perros encerrados, todo el mundo lo sabe, acaban devorándose unos a otros. No les queda otra solución porque deben alimentarse de su ración diaria de sangre aunque haya un atisbo de nobleza en algunos de ellos. Tal vez porque alguien recibe una bala que no debe, o puede que sea porque el cariño haya hecho mella en medio de unos cuantos hombres malos o, simplemente, porque no es divertido matar por mucho que intentemos disfrazar el acontecimiento de charla innecesaria, de un baile torpe salpicado de brutalidad o de una historia inventada para caer mejor a los que están más allá de la muerte, allí mismo, en el infierno. ¿Quién sabe? Lo único cierto es que las balas solo hablan una vez.
Quentin Tarantino entró como un elefante en una cacharrería con esta tragedia griega absolutamente impía, bebiendo directamente de un buen puñado de clásicos de serie B e inspirándose (tal vez involuntariamente) en esa estupenda y desconocida película española de Julio Coll titulada Distrito Quinto, poniendo en ella claves de cine negro con corbata de verborrea y sabiendo que todo el mundo esperaba ver lo que en ningún momento se muestra. Más allá de eso, dio muestras de sobriedad con la cámara, poniéndola en los sitios más indicados, sin dejar un respiro a una historia que no deja de ser un teatro de la crueldad en medio de unos caracteres pintados de colores, de alma ennegrecida para retratar una reunión de asesinos. Nada fácil para un principiante que con el tiempo demostró que sabía dejar su impronta, llena de referencias mezcladas, para dar lugar a un cine que nunca ha dejado de ser brutal, que en muchísimas ocasiones ha sido irónico con la violencia pero que en ningún caso ha dejado de ser cine.

Y es que encerrar la rabia en cuatro paredes desnudas es un ejercicio de paciencia que tiene que escalar por las interminables cuestas de las historias laterales que se pegan a lo principal como la policía detrás de una presa largamente perseguida. Es lo que tiene cuando confías en un puñado de tipos que hablan a través de los cañones de sus pistolas, que cualquiera puede ser el traidor. Y la respuesta evidente no se quiere observar porque, al fin y al cabo, todo puede terminar en un abrazo al otro lado del desengaño.

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