La intrascendente
charla de unos tipos en una cafetería se convierte en un paseo despreocupado
por las orillas de la muerte. Un robo que no sale del todo bien, la inutilidad
de la policía, la brutalidad innecesaria de unos tipos a los que no les importa
matar, un psicópata que le gusta torturar…tal vez porque cuatro años en la
cárcel sin abrir la boca es demasiado para cualquiera…Lo cierto es que son
profesionales y todo sale mal. Esos tipos trajeados de negro y ataviados con
gafas oscuras son especiales, son unos perros encerrados a la búsqueda de
culpables. Y la tragedia está ahí mismo,
desangrándose delante de ellos.
Sus sonrisas socarronas, son solo máscaras de su propia crueldad. Las sospechas saltan como balas
disparadas furiosamente. La muerte brota siempre con lentitud, después de muchas
vueltas al asunto, con una canción del super sonido de los setenta, o con una
lata de gasolina al borde del espanto. Los perros encerrados, todo el mundo lo
sabe, acaban devorándose unos a otros. No les queda otra solución porque deben
alimentarse de su ración diaria de sangre aunque haya un atisbo de nobleza en
algunos de ellos. Tal vez porque alguien recibe una bala que no debe, o puede que sea porque el cariño haya hecho mella en medio de unos cuantos hombres malos o,
simplemente, porque no es divertido matar por mucho que intentemos disfrazar el
acontecimiento de charla innecesaria, de un baile torpe salpicado de brutalidad
o de una historia inventada para caer mejor a los que están más allá de la
muerte, allí mismo, en el infierno. ¿Quién sabe? Lo único cierto es que las balas solo hablan una vez.
Quentin Tarantino entró
como un elefante en una cacharrería con esta tragedia griega absolutamente
impía, bebiendo directamente de un buen puñado de clásicos de serie B e
inspirándose (tal vez involuntariamente) en esa estupenda y desconocida
película española de Julio Coll titulada Distrito
Quinto, poniendo en ella claves de cine negro con corbata de verborrea y
sabiendo que todo el mundo esperaba ver lo que en ningún momento se muestra.
Más allá de eso, dio muestras de sobriedad con la cámara, poniéndola en los
sitios más indicados, sin dejar un respiro a una historia que no deja de ser un
teatro de la crueldad en medio de unos caracteres pintados de colores, de alma
ennegrecida para retratar una reunión de asesinos. Nada fácil para un
principiante que con el tiempo demostró que sabía dejar su impronta, llena de
referencias mezcladas, para dar lugar a un cine que nunca ha dejado de ser
brutal, que en muchísimas ocasiones ha sido irónico con la violencia pero que
en ningún caso ha dejado de ser cine.
Y es que encerrar la
rabia en cuatro paredes desnudas es un ejercicio de paciencia que tiene que
escalar por las interminables cuestas de las historias laterales que se pegan a
lo principal como la policía detrás de una presa largamente perseguida. Es lo
que tiene cuando confías en un puñado de tipos que hablan a través de los
cañones de sus pistolas, que cualquiera puede ser el traidor. Y la respuesta
evidente no se quiere observar porque, al fin y al cabo, todo puede terminar en
un abrazo al otro lado del desengaño.
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