miércoles, 1 de julio de 2015

OSCAR (Una maleta, dos maletas, tres maletas) (1967), de Edouard Molinaro

Un empleado que roba a un empresario para ascender y, de paso, casarse con su hija. Desde luego, hay cosas que no tendrían perdón. La mujer del empresario no se entera de nada. La hija del empresario que no conoce de nada al empleado. La doncella que se casa con un potentado. El masajista con esa cara…esa cara de…zanahoria mustia, ya saben. Uno de esos tipos a los que les hablas y no sabes si se está enterando o su cerebro echa humo intentando comprender una cosa tan simple. La novia del empleado que no es hija del empresario pero que sí lo es porque, al fin y al cabo, el empresario era un bala perdida en su juventud. Y para liarlo aún más todo, una maleta, dos maletas, tres maletas. Y nadie sabe cuál es la suya aunque es posible que lo sean las tres. ¿Quieren ver una comedia de enredo tan buena que les hará llorar de risa? La opción es esta. No se lo piensen más y déjense de darle vueltas al lío de fulanita con menganito, al hijo que no les trae más que disgustos y al pedazo de trozo de cacho de madera quemada que es su jefe. Pasen a la residencia de lujo de Oscar y cuiden de que la risa no se les caiga partida de ídem.
Y es que es agotador ir de aquí para allá intentando encontrar la maleta de las joyas. Maldito Christian. El tio ha ido estafando de aquí y allá con los pomos de las puertas y se ha quedado con un pellizco…claro que, para pellizcos, el que él piensa dar en el forroglasp de la hija del señor Barnier. Y a través del más sucio chantaje. Y encima pretende casarse con su hija. No, no, no, de ninguna manera…aunque claro, las joyas tiran más que cualquier otra cosa. Sí, sí, incluso podríamos decir que más que una hija. Solo hace falta que cada uno siga directamente las órdenes del señor Barnier pero incluso es difícil que eso ocurra porque vivimos en un mundo de estúpidos que solo hacen estupideces y eso lleva a la desesperación al señor Barnier que está al borde del ataque de nervios imaginando que se puede estirar su nariz, ya de por sí parecida a la del narigudo ese del teatro.

Louis de Funes, habitualmente más pasado de rosca que el tornillo de mi tendedero, realiza aquí una maravillosa interpretación del atribulado señor Barnier, un empresario que termina agotado con las idas y venidas de un buen montón de gente que le rodea y que, desgraciadamente, todos tienen algo que esconder. Pero, sin duda, Barnier es un tipo de recursos y trata de que todo encaje a la perfección. Funes también lo era y le da mucha vida a su personaje consiguiendo ser histriónico cuando la trama lo merece (por mucho dinero que tenga Barnier, no está a salvo de las más bajas pasiones, las más reprochables ambiciones e, incluso, de los más hilarantes ataques de ansiedad del cine) y atinado en sus reacciones. El resultado es una comedia muy divertida, que, a ratos, bordea la genialidad y que consigue ser el escenario perfecto de unas buenas carcajadas con algo de histerismo dentro en un escenario tan decadente como retorcido por unas buenas escaleras. Entren, señores, entren. Y tengan cuidado de no tropezar con las maletas que se hallan esparcidas por los rincones.

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