La vida en un blanco y negro
tenue porque los niños ponen un poco de color con sus gritos, sus correrías,
sus ganas de jugar y su maravilloso afán por decir la verdad. La dictadura
llevada al colegio porque, sencillamente, no hay nada como hacerse con el poder
para después despojar de todo a los que te han puesto ahí. Es así de sencillo.
Lo que pasa es que así también te ganas un montón de enemigos. Los profesores,
hartos de un pescado que no huele demasiado bien; la esposa, que apenas llega a
comprender el cambio de carácter del marido y la amante, cansada de tantos
golpes en una piel que, de bonita, llega a ofender. Hay que matar al director.
Es una bestia que no merece pisar el suelo por donde pisan los niños. El plan
es fácil. Se le narcotiza y se le ahoga en una bañera. Se le pone un figurón de
bronce encima del pecho y se le echa en una piscina. No se le encontrará hasta
el verano. Y después…bueno, solía emborracharse y seguro que se cayó.
El plan es diabólico porque es un
asesinato justificado pero existen muchos problemas. Desde un policía jubilado
que mete las narices donde no debe, hasta un niño que jura y perjura que el
señor director le ha levantado un castigo cuando debería estar muerto. Francia
está saliendo con dificultades de la posguerra y el cotilleo está a la orden
del día mientras los suelos se empapan con la ingrata lluvia del otoño. El
misterio está servido. Y no se ha dicho toda la verdad. Que les aproveche.
Aunque puede que, igual que con el pescado, esté un poco pasado de fecha.
Henri-Georges Clouzot dirigió
esta película arrebatándole los derechos al mismísimo Alfred Hitchcock que se
vengó cogiendo otra novela de los mismos autores para realizar Vértigo. Lo cierto es que hay algo en la
realización de Clouzot que es inquietante, como incómodo, incierto. Algún cabo
suelto que no se acaba de anudar y que, sin embargo, está bien firme. La
interpretación de Paul Meurisse como el cruel centro del triángulo amoroso es
maravillosamente despreciativa y la de Simone Signoret como la amante es fría y
calculada, certera e incapaz de perder los nervios en ningún momento. Solo Vera
Clouzot, la mujer del director del internado y también del de la película,
desentona con una interpretación exagerada, poco dominada, inútil. Más allá de
eso, uno tiene la impresión de oler aquel aroma a goma de borrar desgastada que
tanto inundó nuestra nariz en los tiempos de pupitre y tiza, de sentir aquel
frío mañanero que te condenaba a levantarte para acudir a clase, de tener entre
las manos aquel avioncito de papel que jamás volaba a derechas y de asistir a
una conspiración para matar imperfecta, infausta iniciativa de aficionadas que
no llega nunca a su objetivo porque, detrás de cada persona, siempre hay otras
dos esperando. Es tan viejo como la muerte. Es tan evidente como el reflejo de
alguien que debería haber muerto en un cristal indiscreto.
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