Hay gente que no sabe ir de aquí
a la esquina sin cometer algún delito. Y lo hacen sin clase, sin reparar en las
posibilidades, con un descuido irritante. Tal vez el individuo solitario, que
se refugia en una habitación para que el mundo le olvide sea el mejor maestro.
Al fin y al cabo, él puede ver la vida desde lejos, calibrando a las personas
en su justa medida. Sabe que Gerardo será siempre el típico raterillo, vivo
pero que, con frecuencia, se pasa de listo. Sabe que David es un infeliz bobo,
con menos luces que una lancha de contrabando, que escribe poesías malas y que
mendiga cariño por los rincones. Sabe que Andrés es el mediocre de turno que
solo quiere trabajar y ganar suficiente dinero como para que Marta se fije en
él. Sabe que Miguel nunca llegará a los escenarios para bailar un zapateado de
tronío. Sabe que Marta es una jugadora de ventaja, que se aprovechará de quien
haga falta usando sus ilimitadas armas de mujer. Sabe que Tina desea la
tranquilidad y que eso es algo que, simplemente, no existe. Ese tipo que se
hace llamar Juan, en el fondo, es la conciencia de todos ellos. Y la conciencia
siempre es incómoda.
Así, todos desean progresar de
forma rápida en una Barelona que se ahoga en su tono gris. Y lo más rápido es un
atraco, llevarse unas nóminas, algo seguro y efectivo. Pero hay un enemigo en
cualquier robo. La espera. Esperar es angustiante, ahoga a los participantes,
les hace pensar y, desde luego, pensar demasiado mal, con la luz sesgada y el
convencimiento partido. La espera les desespera y dan un mal paso porque la
impaciencia les gana. Y eso es un trabajo para gente paciente, observadores del
terreno, hormigas y no ratas. Y el que no entienda esto tiene comida y cama
gratis en la cárcel más cercana.
Julio Coll dirigió una película
sorprendente que se puede erigir a la perfección como un precedente cañí del Reservoir dogs, de Quentin Tarantino
jugando con armas como el suspense, la falsedad, la listeza aguda de ese Juan
interpretado espléndidamente por un intenso Alberto Closas y la certeza de que
una reunión de perdedores solo puede llevar a la derrota total. Incluso para
los que menos culpa tienen. En esa casa donde todos esperan y recuerdan y
desechan y pierden se dan cita todas las mezquindades posibles, como si la
honestidad ni siquiera se plantease. Ellos mismos cierran la puerta a sus
sueños. Sorprenden con sus fingimientos. Se descubren torpes en sus trampas
porque no van con todo lo que saben, van con todo lo que quieren y eso acaba
por destruir cualquier sociedad. Por mucho que haya alguno que otro que guarde
buenas intenciones. Por mucho que el amor guíe los pasos de un par de ellos.
Por mucho que la ciudad se empeñe en ahogar los anhelos de unos personajes que
hace ya mucho, mucho tiempo, se construyeron su propia jaula para no salir
jamás de ella.
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