Arrastrarse por las cloacas puede
llegar a ser una profesión no demasiado honesta aunque se cobre del servicio
secreto británico. En la vida de un hombre todo ha sido una traición gris,
difuminada, sin valor alguno. Ha destrozado vidas que, posiblemente, no lo
merecían solo porque pensaban de forma diferente. Ha urdido complots para que
la desgracia se cebara sobre aquellos que no querían integrarse en la sociedad
inglesa. La bebida puede ser un escape parcial pero en ningún caso será un
cicatrizante. Y, al final, siempre, sin dudarlo, ha habido una víctima, una
muerte de la amistad, un dolor íntimo que se ha sumido en la agonía como un
muro de vergüenza que no deja pasar el equilibrio que nunca se ha poseído.
Todo se reduce en fingir que se
es alguien que pierde. Permanentemente. En realidad, no es muy diferente a como
se siente el agente Alec Leamas. Basta con hacer en público un par de cosas que
avergonzarían al ciudadano más reprochable de cuantos habitan la fauna de la
fría Londres y poner esa cara de impasibilidad que lo que realmente esconde es
un dolor intenso y arraigado. Las entrañas se revuelven día a día pero cada vez
se tiene menos resistencia. Hay que coger a un tipo en Alemania Oriental. Una
activista de izquierdas será el cebo. Basta con conquistarla. Basta con mentir,
una vez más. Y llegará un momento en que Alec Leamas no podrá diferenciar entre
verdad y mentira. Porque la única verdad es la muerte. La muerte que arrebata
todo, incluso el recuerdo, incluso el último atisbo de volver a sentirse como
un ser humano. El frío acabará con todo. Mientras gritan su nombre, mientras él
vuelve solo para acabar con una existencia que nunca mereció la pena.
Quizá ésta sea la más gris de las
novelas de John Le Carré que han sido adaptadas al cine. Tal vez porque en Alec
Leamas están todos los temores y todos los desperdicios de la guerra fría que
tanto tuvo en vilo al mundo a mediados de los sesenta. El rostro de Richard
Burton, cincelado en mármol, ayuda a dejarse invadir por una sensación de
fracaso abrumadora. El frío, sí, se palpa en los huesos porque, en realidad, no
es que en el Berlín Oriental bajen las temperaturas sino que el corazón de
Leamas trata de exhalar un último grito de auxilio encontrándose con que, una
vez más, el vacío se sube a su espalda para aplastarlo, para obligarse a ser
otro fraude, para volver a traicionar o llevar a la muerte o condenar a alguien
con quien, en el fondo, se tiene alguna afinidad moral o afectiva. Leamas elige
su propio destino porque ha sido lo único que le han dejado elegir. Siempre ha
sido una marioneta de George Smiley y de su gente. Con una desoladora sensación
de rechazo a la vuelta de la esquina. Con una decepcionante certeza de que
aquello no sirve para nada. Con la seguridad de que el frío se quedará hasta
hacer de él un témpano congelado que perdió los sentimientos en algún lugar de
una alambrada que también separó al mundo.
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