martes, 10 de noviembre de 2015

EL ÚLTIMO (1924), de Friedrich Wilhelm Murnau

La ciudad habla con su rugido de motores, de prisas, de nervios y de noches estrelladas a la luz de las farolas. El vaivén de la gente es una muestra de la circulación de la sangre de las calles asfaltadas de una gran ciudad que enseña su mejor cara con sus monumentos, sus negocios millonarios, sus comidas suculentas, sus modernos transportes y sus radiantes uniformes…Sus radiantes uniformes…sí porque en la puerta de un hotel hay un viejo león rojo y dorado que se dedica a recibir a todos los huéspedes con el señorío propio de la alta sociedad. Él es alguien, no hay que dudarlo. Es el portero del hotel, que le da lustre e imagen. Es importante tener a alguien tan imponente en la fachada exterior mientras en el interior la gente se mueve como si fuera una colmena repleta de zumbidos. El portero se siente orgulloso de su trabajo por las generosas propinas, porque la gente le trata como a una persona, porque, al fin y al cabo, la imagen viviente del hotel es él mismo. Incluso es respetado en su vecindario porque su uniforme es el de un general de gala. Sus adornos dorados sobre la pechera y las hombreras, su radiante gorra semejante al sol allá en lo alto…
Sin embargo, la edad se presenta sin avisar y viene el descenso a los infiernos. Y nunca mejor dicho porque son los urinarios del hotel. Allí no hay más uniforme que una miserable chaqueta blanca, las propinas son escasas y se mira con condescendencia al encargado. También hay clases entre los trabajadores. Un portero es un portero. Un encargado de lavabos no es más que un chorrillo de orina escapado fuera de la taza. El vecindario ya no le respeta porque él vuelve cabizbajo, avergonzado, destrozado. Solo le quedan los sueños en medio de una ciudad que con su rugido de motores, de prisas, de nervios y de noches estrelladas a la luz de las farolas no se fija en limpiadores de urinarios de caballeros. Más que nada porque es parte del mobiliario. Ni siquiera es una persona, es un desecho.

Friedrich Wilhelm Murnau realizó una soberbia película con todo tipo de trucos visuales para contarnos una historia triste en medio de una sociedad que se lanza al cotilleo gratuito y que, en el fondo, describe una clase proletaria tan aburrida como la alta sociedad. La dignidad de un hombre nunca se basa en uniformes, ni en aposturas marciales falsas sino en el interior porque ahí es donde reside el verdadero valor. Todo lo demás son maledicencias de la gran ciudad que huelen a orín de forma tan insoportable como un urinario de caballeros en medio de un hotel de lujo. Agua estancada en ilusiones que deberían correr como alas de un mundo en desarrollo. Preludio de una dirección equivocada que prefirió coger atajos para resolver la crisis económica y política. A partir de ahí, todos nos podemos poner en el último lugar de los hombres. Y todos limpiaremos los orines que vayan dejando los demás.

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