viernes, 23 de septiembre de 2016

EL SALARIO DEL CRIMEN (1965), de Julio Buchs

A veces las pasiones humanas pueden con los más elementales instintos del ser humano. Un buen policía que ve cómo matan a un compañero en una redada por tráfico de drogas y que se propone cazar al culpable. La investigación le lleva a husmear por sucios callejones, preguntar a confidentes y todo termina en una mujer. Ella es única, es especial, tiene clase y está acostumbrada a un tren de vida que el policía no puede igualar. Pero la obsesión por tenerla es más fuerte que cualquier bala y entonces el policía se corrompe. Se corrompe por poseerla un minuto más, por poder decir al resto del mundo que esa mujer es suya, por sentirse, por una vez, tan afortunado como el traficante de drogas que se le escapó. Una mezcla de rabia e impotencia le embarga y entonces llega a lo más bajo. Un atraco con víctima, pensado hasta el más mínimo detalle, con elegancia. Solo llegar, coger el dinero y listo. No es suficiente. Todo sale mal y el cerco se estrecha peligrosamente porque también hay un chantaje por medio. Malditas aceras mil veces pisadas, malditos cigarrillos que huelen a rancio dentro del coche de vigilancia, maldita mujer que le roba el alma, la pistola y la placa. Es muy fácil venderse por el salario de un crimen. Mucho más de lo que puede llegar a pensar una conciencia.
Todo se precipita por el abismo de la irresponsabilidad. El compañero quiere ayudarle pero no se deja. La madre quiere ayudarle pero es mejor que no sepa nada. El superior le tiene aprecio porque fue compañero de su padre y, lo que es aún peor, no tiene nada de tonto. Y su rostro de viejo pies planos comienza a dibujar los trazos de la amargura porque sabe que la traición anda por ahí. Y el policía bueno, con buenas intenciones, que solo quería coger al asesino de policías, se va hundiendo poco a poco, en una irremediable locura de perdición que acabará con un último disparo, una última jugada, un último guiño, una última nada.

Arturo Fernández se erigió como el actor más significativo del cine negro español a finales de los cincuenta y principios de los sesenta y aquí consigue trasladar la angustia de ese policía que se tuerce porque, por una vez, quiere ganar. A su lado, Manuel Aleixandre como su compañero y, sobre todo, José Bódalo como su superior dan un par de lecciones sobre cómo llegar al espectador con un gesto, con una mirada o con una profundidad tan nítida que son sus personajes y algo más. Al fondo, una película bien hecha, con aires de Billy Wilder o de Otto Preminger pero sin renunciar a un cierto aire español que delata ese cine de género hecho por buenos profesionales que, sobre todo, amaban el cine. Mientras tanto, hay que tener mucho cuidado, porque puede cruzarse la persona equivocada sobre la senda más recta y entonces todo se vuelve una obsesión, un complejo de inferioridad que pesa como una losa, un reconocimiento del fracaso que se quiere evitar a toda costa, más allá del bien y del mal.

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