lunes, 16 de septiembre de 2019

FUEGO EN EL CUERPO (1981), de Lawrence Kasdan



Yo sólo sé que, cuando ella me mira, un escalofrío recorre mi cuerpo. Todos los paisajes empiezan y terminan en ella y mi inteligencia se escapa entre las montañas que me prometen el paraíso. Ser el explorador de su piel es abrirse camino entre la selva, atravesar las más extensas llanuras, escalar las hermosas montañas que permiten avistar el panorama de su rostro, con la sima de sus labios, los riscos de su nariz, los lagos de sus ojos y las zanjas de su frente. Ella es la única capaz de encender el fuego de mi cuerpo y hacer que, sencillamente, yo pierda la cabeza.
Y es que por mucho que uno se crea inteligente, siempre se encuentra con esa mujer que encarna todos los sueños y todos los misterios, como si cada día hubiese que desvelar uno mientras el sudor cae atravesando la espalda agotada. Su sonrisa son esposas en la mente e, inevitablemente, se puede caer rendido ante sus deseos, igual que uno se arrodilla ante la intriga de su cuerpo. Siempre un paso más allá, tratando de cometer el crimen perfecto con el culpable perfecto. Primero, entre las sábanas, haciendo realidad las fantasías más delirantes. Luego, en su ambición, haciendo realidad sus fantasías más delirantes. El fuego quema. Ella abrasa.
Las noches parecen caldo oscuro que envuelve sus movimientos. Y el amor es una palabra tan lejana que puede ser una de las estrellas que brillan en el cielo. Aquí, en la Tierra, la carne está al alcance de la mano y los cuerpos claman por un enredo propiciado por los dedos, por la boca, por las piernas inquietas, por el sexo suplicante. No es fácil mantener la cordura ante tanto deseo. Y apenas queda tiempo como para echarse atrás. La suerte está escrita y el equívoco está listo. Más vale entregarse al bailarín para tapar con discreción que un día perdí la cabeza y me tiré de lleno en la piscina de sus cuevas más húmedas.
Lawrence Kasdan dirigió con sabor clásico esta película que recuerda a Perdición, de Billy Wilder, con Kathleen Turner y William Hurt devorando la lujuria a cada paso, perdiendo cada paso en la noche, atacando con nocturnidad a la razón, razonando el ataque en el deseo, deseando acabar una pesadilla, soñando de nuevo con poseer entre sus brazos todo aquello que, en realidad, está prohibido.
Es tiempo de dejarse abandonar y arrastrarse por los bordes más escondidos de la imaginación. Allí arriba, en la escena, asesinar es tan fácil que puede ser una sensación parecida a la de estar con ella en la cama, con el torso desnudo, esperando que sus manos y su agua vuelvan a obrar el milagro de la energía derramada. La codicia grabará todos los movimientos y dejará todo preparado para que nada pueda fallar. El día cae y el sudor no puede contenerse. Déjate quemar, cariño…te llevaré a la cima más alta para que sepas qué es lo que se siente cuando nada, ni siquiera tú, importas. Mezcla tu sudor con el mío y el veneno estará a tu disposición.

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