jueves, 19 de septiembre de 2019

SORDO (2019), de Alfonso Cortés-Cavanillas



Una bala en el silencio es una serpiente en el aire que no avisa de su llegada. Y eso produce casi más temor que escuchar el estampido de una ametralladora o de un fusil. Todo es cruel cuando se está en el bando de los perdedores. Los amigos caen, los amores pasan, la desesperación aparece y la caza comienza. No hay sitios a los que acudir cuando los planes se deshacen y ya no hay posibilidad de volver a recuperar el espejismo de la libertad. Hay poco que escuchar salvo la propia respiración. Es mejor no mirar.
Un accidente, el humo, la persecución, la rabia contenida, el paisaje que, a veces, engulle, y otras se exhibe. La certeza de que el dolor se va a quedar y que sólo resta la muerte para llegar al fin de las escaramuzas. Los lobos acechan. Y lo hacen para matar. Con sus balas silenciosas, con su odio acumulado. Sin embargo, las personas existen y también hay algunos que no quieren perder el alma por la sangre. El fuego ya no calienta y el refugio se antoja cada vez más lejano, más difícil, más peligroso. El cerco se cierra y también es el momento de utilizar la inteligencia para salir del callejón sin salida del acoso. La crueldad existe en todas partes. En los vencedores, desde luego, pero también en los que perdieron. Y ya no queda más remedio que luchar por la propia vida.
No cabe duda de que el director Alfonso Cortés-Cavanillas ha apostado por hacer un western con claras y sutiles referencias a Sergio Leone en medio de esta historia de maquis, militares y gente. La película resulta espléndida en su primera mitad, con un trabajo más que aceptable de Asier Etxeandía y, desde luego, de Marian Álvarez, con una fotografía espectacular de Adolpho Cañadas, una banda sonora sorprendente de Carlos Jara y una producción que destaca por su cuidado. Sin embargo, en la segunda mitad de la historia, comienzan a aparecer algunos personajes que acaban por resultar grotescos, hay giros de guión que no están suficientemente explicados y todo el conjunto comienza a deshilacharse en aras del viraje hacia el drama de postguerra. Al final, todo parece que se queda a medio camino, con algún detalle que no acaba de ser creíble, como el hecho de que una mercenaria y oficial del ejército ruso colabore con las tropas españolas. En cualquier caso, Cortés-Cavanillas acierta con la huida del maniqueísmo porque, ahí sí, se acerca mucho más a la verdad aunque la película esté basada en un cómic de ficción de David Muñoz y Rayco Pulido y en mostrar el pánico de no oír nada en medio de un entorno violento, tal y como hace la novela gráfica de la que parte. Errores y aciertos que no acaban de encajar en un conjunto que podría haber alzado un vuelo, si se quiere, mucho más convincente.
Así que ahí está la agreste España de los montes, escondiendo la frustración de la derrota y enseñando la arrogancia de la victoria. Y, ante todo, el odio que tanto daño nos hizo, con el hambre a cuestas y la represión en marcha. Días que mejor tendrían que haberse ido sin escucharlos, sin prestarles atención porque nunca hubo una seria resistencia contra la injusticia y el dictador siempre supo jugar con dos barajas. Mientras tanto, los españoles sufrían y seguían muriendo porque eso es lo que mejor sabían hacer. El resto fue sólo la inquietud y la sensación de impotencia que hizo que los que esperaban algo más sólo pudieran apretar los dientes y aguantar el dolor de un tiempo que no pasaba nunca. 

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