viernes, 7 de mayo de 2021

MATINÉE (1993), de Joe Dante

 

El cine es un gran propagador de realidades falsas. O un descarado que se aprovecha de la actualidad del momento para sacar su buena tajada. El caso es que realizar una serie de películas de serie Z para sugerir fantásticos procesos de transformación humana que se desencadenan a causa de radiaciones, fusiones, explosiones atómicas y experimentos nucleares no deja de ser bastante oportunista. Eso es lo que podría saltar a primera vista en una época en la que la psicosis por la bomba, en plena crisis de los misiles cubanos, llega hasta límites insospechados. La locura y la paranoia parece llegar a las fronteras más impensables del absurdo con la construcción de refugios imposibles, con estúpidos simulacros en los colegios en los que se obliga a los alumnos a agacharse y cubrirse la cabeza bajo los brazos en el pasillo, consabidas fórmulas de uno y otro lado en las que se ensalzan y se desprecian a presuntos comunistas o a aparentes fascistas. La obsesión llega hasta tal punto que se quiere prohibir el estreno de una película en la que un hombre se convierte en una hormiga por culpa del contacto de una fuente de radiación. Nadie, con dos dedos de frente, puede llegar a creerse eso. Y, sin embargo, hay gente que sí lo cree.

Todo esto se puede apreciar desde una perspectiva decididamente juvenil y convertirse en una película que contiene su propia aventura en ese estreno de cine, con un revolucionario y patatero sistema de proyección llamado Átomovisión que, como no podía ser menos, también desata algún que otro brote de paranoia apocalíptica. El equilibrio es difícil y el director Joe Dante consigue una película que, en algunos momentos, llega a ser brillante, con un implícito homenaje al cine del más puro entretenimiento, con un buen par de cargas de profundidad contra la neurótica sociedad norteamericana de seso sorbido (aunque no deja de ser peligroso decir algo así en los tiempos que corren) y a favor de la juventud, que consigue sacar jugo de las situaciones más rutinarias, fabrica la ilusión incluso en días de preocupación y sale adelante siempre con la sonrisa y el deseo de llegar a adultos. No saben la que les espera.

No cabe duda de que la complicidad de John Goodman como ese productor de películas infectas que, no obstante, es todo un vendedor que roza la poesía contribuye mucho a canalizar los diferentes entramados. También Cathy Moriarty resulta estupenda con ese lánguido papel de estrella a la sombra sin una pizca de talento y que mantiene con su dinero al embaucador que produce sus películas. Los chicos resultan creíbles, con reacciones bastante lógicas, con la única excepción de Lisa Jakub que, físicamente, no acaba de dar el tipo. El resto es una serie de situaciones derivadas de la locura, resueltas con una contención notable en una película que, no sólo es entretenida, sino que también se antoja muy original.

Y es que no cabe duda de que, si se acerca el fin del mundo, se tratará de vender la circunstancia de que siempre hay una salvación, una esperanza, aunque sea pequeña, de seguir sobreviviendo. Los jóvenes, con su carga adolescente a cuestas, en muchas ocasiones, tienen la mirada más limpia, más lúcida que los adultos y siempre cuesta seguir sus ejemplos. Tal vez, la mejor respuesta está en el interior de una sala de cine, en donde se hacen realidad todos los sueños, todos los miedos, todos los heroísmos y todas las fantasías. Incluso la del fin del mundo simulado con un hombre hormiga suelto entre los pasillos.

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