viernes, 26 de noviembre de 2021

EL GRAN ROBO (1968), de Peter Yates

 

En 1964, el asalto al tren correo de Glasgow conmocionó al mundo entero. Su planificación y osadía fueron comentadas incluso con admiración en todos los noticiarios y fue muy difícil atrapar a los responsables. Incluso algunos de ellos fueron encarcelados muchos años después de cometido el robo y porque se entregaron. Peter Yates, en 1967, dirigió esta recreación del famoso crimen que se basaba, casi exclusivamente, en la manipulación de un semáforo del recorrido ferroviario para que el tren se detuviese y los ladrones pudieran abordarlo. Sin embargo, Yates, con sabiduría, no se entretiene mucho en el hecho en sí mismo, sino en la meticulosa planificación de los asaltantes, con Bruce Reynolds a la cabeza, convenientemente disfrazado bajo el nombre de Paul Clifton. El resultado es una película enormemente ágil, en la que se descubre que los cerebros del golpe tuvieron que negociar la participación de otros con el reparto del botín, o la insistencia en el reclutamiento de otros que, simplemente, no tenían la cabeza tan fría como para formar parte de la banda, pero que poseían los conocimientos necesarios para solventar los problemas técnicos. Además, Yates puso en juego una espectacular persecución de sello inglés que hizo que, un año después, el propio Steve McQueen reclamara para él la dirección de Bullitt con el fin de rodar la que sería una de las mejores nunca realizadas para el cine.

Así que ahí está el tal Clifton, un individuo que se ha juramentado a sí mismo no volver a pisar una cárcel y, para ello, pretende dar el golpe definitivo, con los tipos más competentes y a pesar de que sabe que la policía está pisándole los talones. Por una vez, no son unos inútiles y sabe que todo debe estar milimétricamente planeado, con la menor violencia posible, sorteando esa perseverancia que demuestra el Inspector Langdon, perro de presa de Scotland Yard, y llenándose los bolsillos con una cantidad de dinero que cuesta imaginar.

Stanley Baker, con su físico imponente, es el encargado de encarnar a Clifton-Reynolds, y lo hace con una economía gestual muy eficaz porque en sus miradas están la amenaza, la dureza, la decisión e, incluso, la renuncia porque se ha propuesto sacrificarlo todo con tal de alcanzar sus objetivos. Alrededor de él, todo un regimiento de secundarios británicos que, tal vez, no tengan nombres resonantes, pero que constituyen un estupendo repertorio de rostros conocidos para cualquiera que haya visto dos o tres películas. Al fondo, el cuidado y la matemática ejecución del plan alternada con visitas ocasiones a la ficción porque las cosas no ocurrieron exactamente así, pero eso no importa porque la historia está bien llevada, con lógica, concediendo la ajustada admiración por la precisión y la audacia con la que se concibió el asalto, pero también asegurando que, tal vez, tanto riesgo no merecía la pena.

Son minutos de rapidez, contando el dinero por tacos, cayendo en el pecado de la precipitación, pero, también en el de la inteligencia. Puede que el dinero no merezca otra cosa más que el fuego y el viaje haya sido mucho más apasionante que el resultado, pero eso no importa. Alguno saldrá indemne. Y la gente se preguntará durante mucho tiempo cómo fue posible urdir un plan que tenía tanto de perfecto.

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