viernes, 12 de noviembre de 2021

PROYECTO BRAINSTORM (1983), de Douglas Trumbull

 

Estamos ya muy cerca del futuro. No queda mucho para que podamos experimentar, a través de cualquier ingenio tecnológico, las sensaciones que cualquiera desee grabar. El vértigo de un descenso en esquí, la emoción de flotar en un parapente, el pánico desatado de una montaña rusa o la adrenalina al conducir un coche de competición en un circuito automovilístico. Sin embargo, todos los inventos tienen un lado oscuro. Es posible que, si es posible grabar la sensación, se traspasen determinados límites. Por ejemplo… ¿qué impide a alguien grabar su propia muerte? O, sin ir más lejos, ¿qué es lo que lleva a un hombre ponerse en bucle un orgasmo? La mente humana, sin descubrir nada nuevo, es capaz de lo mejor y de lo peor y todas las innovaciones son buenas o malas dependiendo de su uso. Es el dilema eterno de los científicos y la piedra en la que el ser humano tropieza una y otra vez.

Sí, yo también puedo sentir lo que están pensando. Sin duda, los militares meterán el hocico para ver cuáles son los posibles beneficios bélicos de ese invento que empieza como un aparatoso casco para convertirse, en muy poco tiempo, en apenas unos auriculares de cabeza. Los sistemas de guiado de misiles pueden estar resueltos con el ingenio de marras y, por supuesto, se trata de echar a los bienintencionados científicos del proyecto. Torturas, psicosis…todo puede ser grabado y sentido. Y eso es una fuente inagotable de conquista, de avance, de supremacía.

Quizá, el mayor desafío sea ponerse esos auriculares para experimentar el mayor miedo que se pueda tener o, incluso, ver alguna luz que ilumine lo que pasa después de que nos hayamos ido de este bendito mundo. Puede que sólo haya oscuridad, nada, vacío…o puede que no. Es el eterno enigma al que se tiene que enfrentar el ser humano. La tormenta en el cerebro se ha desatado al ser capaces de grabar nuestras propias sensaciones porque ya no existirán más secretos susceptibles de ser guardados.

El mítico director de fotografía Douglas Trumbull se puso al frente de esta película después de su primera experiencia, Naves misteriosas, once años antes, profundizando en su obsesión por la ciencia-ficción tecnológica, con un apasionante estudio de la dualidad del ser humano y con un reparto entregado y eficaz con Christopher Walken, Natalie Wood, Louise Fletcher y Cliff Robertson. Hubo problemas en el rodaje porque Wood falleció de un supuesto accidente en el mar sin terminar todo su trabajo y Trumbull se apañó como pudo para rodarlos con dobles o trucos fotográficos. Aún así, la película no se resiente, llega a ser apasionante en algún rato y, aunque es evidente que la visión futurista de la tecnología se ha quedado algo antigua, todavía es capaz de plantearnos una serie de preguntas de difícil respuesta en los límites de la experimentación.

Y es que el ser humano siempre tiende a ir más allá de lo razonable para encontrar nuevas fronteras que, inevitablemente, también acabará burlando. Entregarse a la fiabilidad de las máquinas lleva al olvido de la ética, a la difuminación de lo correcto, a la horrible certeza de que somos seres superficiales hechos sólo y exclusivamente para el placer o para la guerra.

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