jueves, 18 de septiembre de 2008

LA CONJURA DE EL ESCORIAL (2008), de Antonio del Real


Antes de comenzar, ruego me disculpen vuesas mercedes al no dedicar mi perorata al solaz y al sosiego de seguidores de frailes angelinos y del sajón McAvoy pero poderosas son las razones que atienden a mi proceder. La primera de ellas, líbreme Dios, es de la pura hartura que me produce, muy a mi pesar, la estética del modernamente llamado video-clip y que mi moral y mi inteligencia peca de, en extremo, corta al considerar suficiente por ahora el traslado del cómic del cine en tanto en cuanto no haya algún medio que, como por arte de magia, lleve el camino inverso.
La segunda razón es que el ilustrísimo don Antonio del Real, máximo responsable de la representación escénica sobre estas intrigas palaciegas en la corte de Felipe II, estudió en el mismo colegio en el que lo hizo el que suscribe así que ha merecimiento de detenerse en el pensamiento y herir el papel con la pluma con unas cuantas impresiones hacia su loable aunque fallido intento de recreación de una ficción histórica permaneciendo al fondo un atractivo escenario de Villa, Corte y Prostíbulo.
Pues el caso, nobles señores, es que el asunto comienza bien, no sin grandes dosis de paciencia, con una atractiva presentación versada en el arte y el buen hacer de ínclitos ebanistas que fabrican con mimo y cuidado una bellísima ballesta que se antojará vital para descubrir la necia conjura pero, pronto, el señor del Real se pierde en los recovecos de la narración y nunca acabamos de descubrir los motivos que mueven a Don Antonio Pérez y a la dilecta Princesa de Éboli para actuar en contra del Rey. Pecata minuta si comparamos el desliz con los flagrantes errores en la elección de alguno de estos hijos de Tespis en cuya verbigracia me detengo para delatar el nombre de Blanca Jara, hermosa de pies a cabeza pero vacía de talento dramático, o el deleznable trabajo, que Dios me perdone, de Jürgen Prochnow como el alguacil atravesado por las flechas de Cupido que aparece más viejo que un trillo manchego de exposición y museo y que se revela tan torpe con la espada que del Real no tiene más bemoles que acudir a la vieja treta de acortar el plano para falsear realidades y sincerar leyendas.
Por otro lado, Juanjo Puigcorbé hace honor a su sabiduría y confiere gusto y divertimiento a un Rey, demonio del mediodía, maestro de la penumbra de lo ladino, que siempre está rodeado de la carne corrupta de sus colaboradores, aunque hace el retrato acerado de un rey astuto que se dedica a medir la talla de quienes le rodean. Jason Isaacs compone un adecuado Antonio Pérez, primer ministro que se debate en el camino de la traición presentada como una excusa a favor de su país aunque nos quedemos en la desdichada ignorancia de qué es lo que sale ganando, aunque justo es decir que, consultados manuscritos de nuestro glorioso pretérito, la Corona de Portugal se antojaba como premio a su felonía. Julia Ormond está un peldaño por encima del resto de sus compañeros con su Ana de Mendoza bella, tentadora, práctica, provocativa, promiscua y atrayentemente tuerta. Jordi Mollá recube a su clérigo del resbaladizo aceite de la ambigüedad que se torna tozuda honradez en unos tiempos en los que uno llega a dudar de que la Iglesia tuviera la nobleza de la justicia como la principal de sus virtudes. Joaquim de Almeida está enérgico, vive Dios, con pátinas de veteranía en su encarnación del valido de Flandes...y lo de ese italiano de nombre encabezonado, Fabio Testi, no tiene nombre, ni adjetivo más plausible que el de ridículo acompañado del consejo que debe tomar sin pago alguno de que retorne a esos entretenimientos de plebe donde se demuestra que quien se denomina “gran hermano” es un hombre muy, muy pequeño.
Y, en fin, en todo se destila un cierto aire de falsedad, como en los duelos a espada que parecen demasiado estudiados para creer en terceras y medias espontáneas, o la lucha que se arma por mor de un ajuste de cuentas en medio de un poblacho (que, con poca fortuna, repite escenario de una secuencia anterior) y que se transforma por obra y gracia del Santísimo en una humorada increíble que no halla lugar en la seriedad de todo el movimiento...Empero no todo han de ser maledicencias. Hay que alabar con creces y afilados elogios los pentagramas escritos por Alejandro Vivas, alma de una historia que deja con sabor a poco lo que pudo ser bonanza y exceso empapado de gloria; o los atinados guardarropas, las bien rodadas cabalgadas...todo un mosaico de motivos que conforman las luces y sombras de una época negra.
Cúbrase, señor del Real.. No dejo de proclamar mi orgullo ante su intento, notable pero irregular, elogiable pero no mucho, cuidadoso pero fallido y comparto su visión de que cuanto más alto se sube, más grande es la caída...o, tal vez, como diría Kipling...”eso ya es otra historia”

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