jueves, 4 de septiembre de 2008

UN CRIMEN POR HORA (1958), de John Ford


Dentro de las difusas fronteras que delimitan el llamado “género negro” nos encontramos con que todos los grandes directores de la historia han hecho alguna incursión en el mismo convenientemente filtrada por el crisol de sus estilos e ideas. Ejemplos los tenemos a cientos. Orson Welles no le tenía ningún miedo al firmar dos obras maestras del calibre y la talla de “La dama de Shanghai” y, por supuesto, “Sed de mal”. Billy Wilder introduce nuevas fórmulas y miradas en “Perdición”. Stanley Kubrick desestructura sus entrañas para poner en marcha un mecanismo de relojería de precisión milimétrica en “Atraco perfecto”. Sam Peckinpah lo abre en canal en la fabulosa historia de Jim Thompson “La huida”. John Huston perfila sus líneas maestras con “El halcón maltés” y “La jungla de asfalto”. François Truffaut le rinde preclaros homenajes con “Tirar sobre el pianista”, “La sirena del Mississipi” y “La novia vestía de negro”. Ingmar Bergman lo reviste de barroquismo trascendente en la turbulencia inquietante y parcialmente fallida de “El huevo de la serpiente”. Elia Kazan no duda en asaltarlo en “El justiciero”. Joe Mankiewicz lo maneja con herramientas de maestría en "Sólo en la noche" y "Escape". Luchino Visconti le da una manierista vuelta de tuerca con “Obsesión”. Alfred Hitchcock tiene una muy personal mirada bajo el prisma de sus propias fijaciones en “Falso culpable”. Robert Aldrich realiza un acercamiento bajo el telón de la guerra fría con “El beso mortal”. Otto Preminger revoluciona el género con “Laura”, “Vorágine”, “Al borde del peligro” y “Cara de ángel” (“Ángel o diablo” me parece una película decididamente menor). Pietro Germi penetró con puntería con la peligrosa lanza del neorrealismo italiano con la excelente “Un maldito embrollo”. Akira Kurosawa da en la diana con sus particulares vistazos a los universos de Georges Simenon y Evan Hunter en las maravillosas “El perro rabioso” y “El infierno del odio”. Howard Hawks dejó la aventura, abandonó la sonrisa y descabalgó del caballo para ofrecernos “El sueño eterno” o “Tener y no tener”. Delmer Daves nos hizo un ejercicio de destreza visual insuperable en la habitualmente menospreciada “La senda tenebrosa”. Los Hermanos Coen dirigen su mejor película en “Muerte entre las flores” y…sí, incluso John Ford, con el ojo que le quedaba sano se encargó con singular maestría de la excepcional “Un crimen por hora” (si exceptuamos su intento en el año 1935 con Edward G. Robinson y escorándose descaradamente hacia la comedia en “Pasaporte a la fama”).
Los avatares y desventuras del Inspector Gideon de Scotland Yard durante un día de su azaroso trabajo sirve a Ford para mostrarnos, sin olvidar su peculiar sentido del humor y su insuperable capacidad de trascender la mera sugerencia, a un Londres que se hunde en la espesura y el color de su niebla climática, de su oscuridad criminal pasando desde el más ligero desliz hacia el mismo asesinato intercalando los problemas personal de un investigador criminal que tiene verdaderos problemas para conciliar la vida laboral y familiar. El resultado es una obra tan atípica como apasionante, llevada con mano firme y que apenas deja un minuto de respiro tanto al atribulado protagonista (brillante Jack Hawkins) como al angustiado y divertido espectador que asiste al paso de las horas que se van echando encima como los golpes de maza de un rutinario tribunal de vida comprimida al máximo.
No existe aquí el típico “cherchez la femme” aunque “la femme” tiene un papel decisivo, ni una música envolvente, ni sombras de un expresionismo que Ford, con su parche de tuerto genial, convierte en luminoso impresionismo de naturaleza urbana. Es una obra profundamente personal y única dentro de la obra de un hombre que supo hacer de un gesto, la ternura; y de un quehacer diario, la brillante lucha contra veinticuatro horas irrepetibles coronados con una escondida sonrisa de malsana satisfacción.

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