Un hombre llora junto a un niño mientras están sentados en el último peldaño de una escalera. Son lágrimas de infancia que caen por la pérdida de quien les abrió un paisaje de luz desde las tierras de penumbra. Y son iguales, porque sin ella, sin la madre de uno y la esposa del otro, hubieran permanecido en la cómoda quietud del conformismo de la vida fácil y despegada. Son lágrimas que merecen la pena por toda la vida que ella les regaló en gotas de ánimo y experiencia. El marido, C.S. Lewis, podría haber permanecido en la rutinaria tranquilidad de su cátedra de Literatura, con todo a su alrededor pulcramente ordenado, con olor a madera vieja y a té de las cinco pero apareció ella con su hijo, una escritora norteamericana y entonces, desde las entrañas más escondidas, surgió el impulso de la creación literaria y, de repente, todo cobró sentido mientras se desordenaba esa vida escrupulosamente colocada que él había amado hasta ese instante. El verde de los prados que tanto le gustaba mirar se convirtió en el blanco de un papel que él quiso poblar de fábulas, de cuentos, de fantasía y de la ilusión de niño que llevaba dentro de sí. La felicidad inimaginable había llamado a su puerta y él ni siquiera había mandado a buscarla.
Luego vino el enemigo imbatible y la pena fue la rutina en la que él tuvo que sumergirse por amor. Tuvo que asistir al lento apagar de la llama de lo que más llegó a querer y decidió hacer un último viaje al paraíso de la campiña inglesa para apurar sus últimas horas junto a ella, que ya apenas podía andar, pero que sacó fuerzas de flaqueza para acompañarle. Y allí, en una tarde anegada en lluvia, fueron a refugiarse a un granero y él supo cuánto la quería, hasta qué punto la quería y cómo le hubiera gustado cambiar su destino con el de ella porque tuvo la certeza de que quien se marchaba era quien realmente merecía quedarse. Allí, en la tierra de penumbra que conjugaba el agua y el verde, él llegó a conocer toda la tristeza pero también toda la alegría. Toda la pena pero también todo el gozo. Toda la despedida pero también la seguridad de que, un día, habría una ansiada bienvenida.
Salir de las tierras de penumbra y entrar en el cielo azul y claro de la inspiración fue el camino de baldosas hechas con piedra de tinta que él se atrevió a recorrer porque el dolor hace más sabio y el amor, más fuerte. Y él, a pesar de sus lágrimas, recogió la fuerza de ella para que, de algún modo, nunca se adentrara sola en la oscuridad de la vida cesada.
Richard Attenborough dirigió con una tremenda delicadeza en fuga de lo fácil esta excepcional película que, siempre que la recuerdo, me lleva a abandonarme en el mirar de Debra Winger pero, sobre todo, en el trabajo construido de ternura de Anthony Hopkins. Y ya dejo libre este papel de luz y vuelvo al pequeño solar de la tierra de sombra que también poseo en algún lugar de mi alma.
Luego vino el enemigo imbatible y la pena fue la rutina en la que él tuvo que sumergirse por amor. Tuvo que asistir al lento apagar de la llama de lo que más llegó a querer y decidió hacer un último viaje al paraíso de la campiña inglesa para apurar sus últimas horas junto a ella, que ya apenas podía andar, pero que sacó fuerzas de flaqueza para acompañarle. Y allí, en una tarde anegada en lluvia, fueron a refugiarse a un granero y él supo cuánto la quería, hasta qué punto la quería y cómo le hubiera gustado cambiar su destino con el de ella porque tuvo la certeza de que quien se marchaba era quien realmente merecía quedarse. Allí, en la tierra de penumbra que conjugaba el agua y el verde, él llegó a conocer toda la tristeza pero también toda la alegría. Toda la pena pero también todo el gozo. Toda la despedida pero también la seguridad de que, un día, habría una ansiada bienvenida.
Salir de las tierras de penumbra y entrar en el cielo azul y claro de la inspiración fue el camino de baldosas hechas con piedra de tinta que él se atrevió a recorrer porque el dolor hace más sabio y el amor, más fuerte. Y él, a pesar de sus lágrimas, recogió la fuerza de ella para que, de algún modo, nunca se adentrara sola en la oscuridad de la vida cesada.
Richard Attenborough dirigió con una tremenda delicadeza en fuga de lo fácil esta excepcional película que, siempre que la recuerdo, me lleva a abandonarme en el mirar de Debra Winger pero, sobre todo, en el trabajo construido de ternura de Anthony Hopkins. Y ya dejo libre este papel de luz y vuelvo al pequeño solar de la tierra de sombra que también poseo en algún lugar de mi alma.
4 comentarios:
" Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva."
Cuesta creer que esto lo llegara a sentir alguien tan seguro de sí mismo ,con esa flema tan británica ,como el protagonista de esta preciosa película. Es lo que tiene el amor. Sobre todo cuando ese amor te llega en la madurez. Ese amor que vivieron C. S Lewis y Helen Joy Davidson Gresham. Ese amor que le dejó "solo en la soledad".
Gema
Esa prosa escrita directamente por C.S. Lewis es tan depurada, tan magnífica que deja un nudo en la garganta ya en la primera lectura. "Solo en la soledad", quizá no haya expresión mejor para decir todo lo que se siente cuando se pierde lo que más quieres.
Muy buen pasaje, Gema.
Olé, olé, olé. Sabes, tienes un don impagable. A través de tus palabras consigues que una película grande como ésta se haga más grande todavía. He disfrutado con tu comentario de alguna de mis películas favoritas que después de leerte se me antojan más favoritas. La palabra es un protagonista importante en esta historia de la que nos hablas hoy. La tristeza de hoy es la alegría de entonces viene a decir el personaje de Anthony Hopkins. No hay más verdad. De forma paradójica, rara vez somos conscientes de ser felices y cuando nos queremos dar cuenta el recuerdo ya ha teñido el momento de una languida melancolía como la que evocan esas tierras de penumbra del título. Nunca vi mejor a Debra Winger. Hopkins está inmenso. Merecía mas el Oscar por este papel que por el de El silencio de los corderos, donde según mi modesta opinión es ante todo una presencia y un icono. Hasta el niño está adorable, tan adorable que el abuelo Attemborugh se lo llevó después de excursión al Parque Jurásico.Una película mágica e inolvidable.
Muchas gracias por tu regalo. No pierdas nunca el don.
Bueno, en todo caso me alegro de no haberte decepcionado y de descubrir algún aspecto en el que, simplemente, no habías reparado. Gracias por tus palabras y, en todo caso, era una película en la que merecía la pena detenerse con cierta mirada de ternura y un poco de tranquilidad.
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