Entre los muros de piedra vista de una casa rural se halla una fiera encerrada y dormida en el plácido sueño de la mansedumbre. No parece importarle la crueldad ajena o el desaforado intento de su pareja para llamar su atención. Tan sólo pestañea, se revuelve un poco como dando por normal la villanía contra el forastero y prosigue en el cómodo refugio que se ha construido a prueba de risas y maldades y a base de fórmulas matemáticas. Una partida de caza, la variable que rompe la ecuación, servirá de excusa para profanar su santuario. Sólo la ira contra el débil hará que desaparezca el letargo y las fauces se conviertan en una cueva sedienta de sangre y brutalidad.
La violencia implícita dentro del ser humano es uno de los temas centrales de la obra de Sam Peckinpah. Es parte de nosotros, igual que nuestras manos, nuestras piernas o nuestra mirada y es un músculo temible que sólo dejamos salir cuando lo necesitamos, cuando nos sentimos acosados o cuando la sangrienta realidad nos lleva a no poder vivir sin ella. Pero está ahí, latente. Incluso en la torpe nada de quien no quiere implicarse salvo cuando la injusticia salpica a las laderas del alma. Provocar es medir el grado de la respuesta. Y en ocasiones, la respuesta puede ser tan despiadada que llega a ser monstruosa.
La fortaleza de la defensa puede convertirse, en el transcurso del combate, en el encarnizamiento cruel del ataque. La violencia brutal es consecuencia de una venganza largamente reprimida por la lógica matemática. Nada es casual en esta historia. Todo es un disparo a bocajarro que nos vuela las entrañas para destrozar lo que creemos ser. Y es que mirarse en el espejo deformante que delata la vileza de nuestra condición humana siempre es doloroso, porque llegamos al convencimiento de que matar es fácil y que sólo basta con proponérselo.
Así, y sólo así, se deshacen los perros que están hechos de paja, que basan su superioridad en el juego de una humillación que es pura fachada, simple apariencia. Y es que prenderles fuego y dejar que todo se queme no deja de ser un acto de justicia muy poco poética…
"Perros de paja", de Sam Peckinpah, preludio de una era que disolvió la inocencia del esfuerzo de pensar en ríos de sangre y, por eso, fueron augurios de maestría en medio de un público que no quiso creer, en aquella época, que todo eso algún día fuera a pasar…
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