La aventura está en el interior
del hombre, en su propio cuerpo, lleno de trampas, recovecos, defensas y
agresiones. La sangre es un río que fluye con violencia, el cerebro es un
misterio que debe ser reparado, los anticuerpos son enemigos que se esconden en
la anatomía a la espera de algún intruso al que destruir. Y todo es un abismo
de incógnitas que se puebla de tejidos, de células, de ácidos, de auténtica
batalla. La miniaturización de un batiscafo con unos cuantos científicos dentro
es el primer paso para la cirugía realizada desde el interior, como si Dios
dejara de estar fuera, como si el hombre dejara de estar dentro.
Así es como empieza el viaje
alucinante por el interior del cuerpo humano que fue dirigido de forma
trepidante por Richard Fleischer. El público comenzó a navegar por la más
maravillosa maquinaria nunca inventada y sintió los latidos de su propio
corazón incluso cuando había que atravesarlo abriendo su diástole para que los
intrépidos aventureros interiores pudieran flotar entre las arterias. La fuerza
del corazón es tal que ni el más potente de los motores puede poner proa al
torrente sanguíneo y ahí nos damos cuenta de que somos aventuras andantes,
esperando a ser descubiertas a pesar de los avances de la ciencia. Y ahí, en
ese microuniverso, rodeados de un mar de sangre, también se nos descubre la
profunda debilidad del ser humano que se precipita por la traición con tanta
facilidad como con la que asimilamos los alimentos. No es fácil llegar al
destino de este viaje alucinante por mucho que ahí fuera haya unos cuantos que
cuidan la expedición desde el exterior.
Y es que en el interior del
cuerpo hay demasiadas cosas que pueden salir mal. Más que nada porque la
naturaleza es sabia y trata de expulsar cualquier cuerpo extraño que se
introduce en un entorno que, en el fondo, trata por todos los medios de
mantener su equilibrio. Quizá lo mismo que falte en el interior de esa diminuta
nave que surca el flujo corporal con tanta precaución como osadía. Porque el
miedo existe y eso también puede llevar a la perdición a toda hélice. Y todo es
como un viaje al espacio solo que ese espacio no tiene estrellas ni planetas.
Solo el viaje es lo importante, solo la singladura es suficiente para poner en
guardia las defensas convirtiendo todo en un periplo maravilloso por el
conducto más perfecto que se haya creado jamás. Por eso el viaje es alucinante.
Porque nuestra propia naturaleza es fascinante y su reparación es lo que nos
debería mover en toda búsqueda. La vida fluye y las pasiones humanas deberían
quedar siempre en el plano de la imperfección.
Los alvéolos convierten la
aspiración en un huracán para la escala más pequeña de tamaño. Una simple gota
puede contener la misma existencia. La presión es tan importante como la de un
submarino en el fondo del mar. Y maravillados y extremos contemplamos tanto
cartón-piedra que no nos importa porque queremos saber qué es lo que les espera
a los héroes en la próxima curva de la vena.
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