Quizá hubo un tiempo en el que no
poder explicar con pelos y señales una coartada era suficiente como para sufrir
una condena de cadena perpetua. Solo los buscadores de la verdad eran capaces
de entrever que allí había algo muy extraño. Tal vez los intereses políticos
del momento que se vanagloriaban de atajar la delincuencia en una ciudad en la
que la Mafia campaba por sus respetos. O puede que fuera simplemente para
lavarse la cara frente a la opinión pública respondiendo rápidamente al ominoso
asesinato de un policía. Pero detrás de cada condena injusta hay una vida. Y
eso es muy difícil de condenar para siempre. La inocencia proclamada a los
cuatro vientos no es suficiente. El valor y el coraje de una madre que ofrece
cinco mil dólares para cualquiera que ofrezca información sobre los verdaderos
culpables tampoco lo es. Tiene que ser un periodista competente, con voz y
letra, el que diga a los cuatro vientos que todo aquello tiene que ser un
error, deliberado o no, que mantiene en prisión a un hombre durante once años.
Sin embargo, no basta con la
claridad periodística, con la conmovedora gramática de unos cuantos artículos
que buscan movilizar las conciencias de los lectores. Hay que reunir pruebas
para que ese hombre salga de la cárcel y pueda ver a su hijo, de la misma edad
que el tiempo que lleva encerrado. Hay que convencer a testigos clave de que
digan la verdad y eso es muy difícil cuando el testigo se ha creído su propia
mentira. La única salida es buscar otro tipo de pruebas que sirvan para
destruir el testimonio del testigo. Y eso requiere paciencia, perseverancia y
no pocas dosis de inteligencia. Todo ello visto con una mirada imparcial de
periodista ávido de verdad y despojado de cualquier sensacionalismo. Y una cosa
más. Creer en la inocencia del condenado.
James Stewart se movió con
agilidad para dar carne y tinta al periodista que remueve cielo y tierra para
demostrar la inocencia de Richard Conte. Henry Hathaway coloca la cámara lejos,
muy lejos de los personajes, para narrar una crónica imparcial sobre el
compromiso que todos los que informan deben contraer con la verdad, algo que a
mediados del siglo XX no era muy frecuente, como tampoco lo es ahora. Lo cierto
es que creer en las personas es el mejor motor de las palabras y demostrar que
alguien ha mentido con pruebas irrefutables es el mayor vendedor de periódicos.
Pero eso se ha olvidado. Igual que se olvida al artífice del milagro cuando
llegan los abrazos, los parabienes y la certeza de que la vida es buena fuera
del encierro. Allí quedan las sombras de una época llena de alcohol prohibido,
de sospechas habituales, de coartadas que no están demasiado bien explicadas,
de rabias nacidas al amparo de las balas, de renuncias crueles por una falsa
culpabilidad y, sobre todo, de películas que querían decir algo incluso cuando
solo contaban la historia de un hombre que defendió su inocencia y de otro que,
por fin, le creyó.
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