viernes, 25 de noviembre de 2016

DIEZ NEGRITOS (1945), de René Clair

Las olas rompen contra los acantilados salvajes sin piedad en una inacabable sinfonía de espuma y salpicadura, como queriendo recordar continuamente que allí solo existe el crimen. La casa se alza majestuosa e incólume, sin mancha en su fachada azotada por el viento, esperando la asunción de culpas y la sangre coagulada. Todos han acudido allí por una razón distinta pero todos tienen algo en común. El crimen puede unir mucho si de ello depende la vida. Poco a poco, los negritos van cayendo y la canción se queda suspendida en el aire, anunciando el modo en el que van a caer. Las sospechas se mueven de uno a otro como si fueran notas alocadas en un pentagrama de culpabilidad. Al principio, no deja de ser un accidente. Después, una casualidad. Más tarde, la presión llega a ser tan exigente que no queda más que echarle la culpa al mayordomo. Por último, cuando ya el número de supervivientes es demasiado reducido, se buscan aliados porque la sospecha, aunque legítima, también puede equivocarse. Las noches son oscuridades completas donde el mal se siente acogido y todas las mañanas la sorpresa se instala en la mesa de reuniones. Hoy no está uno; mañana, otro. La lluvia aparece con su rugido de tormenta y la lógica comienza a estar regida por el surrealismo. Arriba y abajo, comprobando. Siempre tres. Nunca dos. El vecino es el culpable. El pasado, también.
Y todo gira en torno a que es mejor despedirse de la vida intentando hacer algo útil para una sociedad que falla en sus leyes. De ahí se despiertan complicidades en caracteres débiles que parecen más fuertes. De ahí también se desarrollan cariños que parecen imposibles en un entorno tan solitario que solo dan ganas de gritar para no saberse solo. Las cenas se hacen eternas con los cafés, las copas, los cigarros y las revistas. Parece imposible que un asesino entre asesinos sea capaz de asesinar a todos los demás. Aunque también hay un vacío en ello porque no todos han matado o causado la muerte de alguien. Solo la conciencia es capaz de acusar. El billar se mueve y coloca todas las bolas en los agujeros. La mansión parece inclinarse hacia adentro, como queriendo ahogar la angustia. La playa también emite su veredicto. La horca espera.

No deja de ser un intento bastante atípico que a una autora como Agatha Christie le esperara una adaptación de su novela por parte de un francés como René Clair. Y, aunque hay algún personaje excesivamente caracterizado como es el caso de Richard Haydn en el papel del criado, hay un aire abrumadoramente fresco dentro de esa historia viciada por la sospecha con detalles como la cámara pasando a través de los ojos de las cerraduras para que todos, incluido el espectador, se espíen sin recato en busca de la mente criminal que ha urdido esta trama de culpabilidad y muerte. Con un reparto formado exclusivamente por secundarios entre los que destacan, por supuesto, Barry Fitzgerald y Walter Huston, Diez negritos nos devuelve al universo de la claustrofobia no solo causada por el entorno sino también por los errores de un pasado que ha dejado demasiadas cuentas pendientes por cerrar. Es el momento de saldar las deudas. 

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