Stevens es el perfecto
mayordomo. Tanto es así que el polvo, cuando se va a posar en cualquier
estantería, sabe exactamente cuál es el lugar que debe ocupar. Así, el ejército
de criados y sirvientes que dirige lo limpiarán de forma impecable. Es la misma
eficiencia vestida de levita. Más allá de sus obligaciones, Stevens no guarda
ninguna inquietud. Sólo desea servir de la mejor manera posible. La vida
privada llega a ser un aditamento algo molesto en su orden británico. Allí, en
una mansión de prados como alfombras y alfombras como prados, es donde
desempeña su trabajo. Siempre puntual, siempre con la palabra justa en la
garganta y el ademán presto y elegante para que todo esté en su sitio. Sí, ya
no quedan mayordomos como Stevens. Ni siquiera se molesta en crear una opinión
en su pensamiento más allá de sus propias obligaciones. No es de su
incumbencia. No tiene por qué opinar de las opiniones políticas más que
discutibles de su señor. Él solo opina de la organización del trabajo, de la
contratación del nuevo personal, de la seguridad de que el día siguiente va a
ser muy parecido al anterior.
La señorita Kenton es
el elemento con el que Stevens no cuenta. Quizá porque en esa eficiencia algo
adusta que ella demuestra, late el corazón de una mujer que desea probar la
pasión. Y Stevens no posee esa cualidad. Ella es ama de llaves y sabe
perfectamente cómo dirigir a todas las doncellas y aprendices de la casa. No
obstante, ella tiene algo de lo que Stevens carece y es el resto del día, lo que
permanece de él, esos instantes en los que uno mira hacia adentro y se plantea
cosas impensables durante sus horas de labor. Cosas como el amor, la compañía,
la afinidad, el mundo exterior, la piedad, la pasión. Algo de todo eso queda
impreso en Stevens, de una forma mágica y misteriosa. Él lo sabe, pero no
quiere darse cuenta porque es un terreno en el que se siente vacilante e
inseguro. Sólo años después, cuando el señor es distinto, cuando el personal se
ha reducido y los años de esplendor de la mansión han pasado, intenta recuperar
el tiempo perdido. Y quizá ya sea demasiado tarde porque la vida, en cuanto
entra, no deja de ser una amante a tiempo completo.
James Ivory dirigió la
que, posiblemente, sea su mejor película contando con unos intérpretes maravillosos,
cómplices, entregados, enormes. Anthony Hopkins y Emma Thompson ponen toda su
sabiduría al servicio de quien sepa apreciarlo como unos auténticos servidores
del arte que se ocupan de que nada falte en nuestra estancia con ellos. Tanto
es así que, quizá, sepan dar a todos una lección de cómo se puede dar un beso
sin hacer que los labios lleguen a juntarse. Eso sólo lo pueden hacer los
mejores.
2 comentarios:
No sólo es la mejor película de James Ivory, es una estupenda adaptación de la novela de Ishiguro. Hace unos meses tuvimos una tertulia literaria en mi club de lectura a propósito de la novela, y el día anterior tuvimos el honor de ver la película. No era cuestión de comparar, pero muchos, por ejemplo, quedaron decepcionados con el final en el que Ivory opta por la conversación entre Stevens y Mrs Kenton en el paseo al tiempo que se va encendiendo la luz de las farolas. En la novela Ishiguro prefiere que los interlocutores sean Stevens y un viandante anónimo. Ambos finales son válidos, el de Ishiguro porque dice mucho del carácter del mayordomo, el de Ivory, cinematográficamente es más efectivo.
En cualquier caso, una gran película y dos soberbias interpretaciones.
Abrazos con levita
Es una película maravillosa. No sólo por el trabajo enorme que realizan tanto Hopkins como Thompson, sino también por el material de partida de Ishiguro y la adaptación primorosa que hace Ruth Prawer Jhabvala, la guionista habitual de Ivory. Esa escena final que dices es que tiene un significado muy importante dentro de la trayectoria vital de Stevens y a mí me parece perfectamente lícito que la conversación se realice entre Thompson y Hopkins. De hecho, Ishiguro dio el visto bueno a la adaptación y llegó a decir que "dejé de estar en el ambiente de la novela y me instalé en el ambiente de la película". Otra diferencia es que el señor que compra la casa después del desahucio de Lord Darlington es un millonario americano que no guarda relación alguna con el Senador Lewis que interpreta Christopher Reeve. Y, sobre todo y ante todo, es una historia que te captura porque tiene la enorme virtud de que en ningún momento es evidente nada de lo que te cuenta, todo bulle por debajo de la historia que, aparentemente, es la importante cuando no lo es.
Abrazos a su disposición, señor.
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