Hay
veces en las que uno se sienta delante del ordenador y no sabe muy bien cómo
enfocar lo que va a escribir. Quizá tenga que esperar a uno de esos aguaceros
que suelen caer en el mes de mayo para que salga algo coherente cuando tantos
improperios se agolpan en la orilla de los labios. Debe de haber unos cuantos
directores y guionistas en Hollywood que están convencidos de que el público es
tonto y se esfuerzan por hacer películas tontas pensadas para tontos. Ésta es
una de ellas.
Hace algunos años,
Mikael Solomon ya lanzó una película de temática parecida que tampoco era nada
del otro jueves aunque se esforzaba por ser entretenida. Se llamaba Hard rain y también había agua caída del
cielo, torrentes desbordados y un golpe de tres millones de dólares. Aquí hay
todo eso pero, para empezar, los diálogos parecen escritos por un enajenado con
la mentalidad de un niño de seis años. Hacía ya tiempo que no había visto o
escuchado nada tan infantil, bisoño, ingenuo e inútil. Con este mimbre ya, de
repente, el huracán se convierte en una brisilla sin demasiado encanto. Sin
embargo, mi corazón es bueno y trata de buscar algo positivo de cualquier
película que se ponga por delante así que, ni corto ni perezoso, comienzo a
fijarme en los actores aunque mucho se tendrían que esforzar si se trata de
sacar intensidad a esos diálogos de biberón. Tampoco. Son malos de solemnidad.
Especialmente el villano que perpetra Ralph Ineson que es como el muñeco del
guiñol que hacía las veces de malo de la historia y que allá que iba con una
palmeta para azotar al primero que se ponía por delante.
Inasequible al
desaliento, busco algo en la dirección. Pues no. Tampoco es que me parezca
buena. Alguna secuencia de acción que es aceptable y alguna otra que es para
cogerle la cámara al director Rob Cohen y metérsela por el oído izquierdo sin
lubricante de ayuda. ¿El argumento? Nanay. Eso no tiene ni pies ni cabeza, se
entretiene en cosas absolutamente secundarias para desembocar en una especie de
carrera de camiones, tal vez porque Cohen viene de Fast and furious y tiene que hacer valer su nombre al volante.
Mira, he encontrado una cosa que no está mal. La música de Lorne Balfe se puede
escuchar. Tiene ritmo, algo de sentido y está bien llevada. ¿Algo más? Pues no.
¿Alguna conclusión? No pierdan el tiempo. Ni siquiera en sacar conclusiones.
Esto no tiene salvación y va a ser mejor que se ahorren el precio de la entrada
porque no funciona ni como simple espectáculo, a no ser que empiecen a la de
tres a extraer algunas semejanzas de esta película con aquella Twister, de Jan de Bont que produjo
Steven Spielberg hace ya la tira de lustros.
Por cierto, otra
virtud. El coche del protagonista, ese gran actor que es Toby Kebbell, mola
mazo. Perdonen que me exprese así, algo nada habitual en mí, pero es que no
pienso gastar más de diez neuronas en escribir un artículo para esta película.
Sales mojado, harto, con una conclusión más que discutible, sin gracia, sin
tensión, sin nada. Como decía el gran crítico José Luis Guarner: “Muy mala debe de ser una película si lo que
más destacas de ella es la banda sonora o la dirección artística”. Pues
eso.
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