miércoles, 16 de octubre de 2019

LLAMARADAS (1991), de Ron Howard



El fuego toma aliento y luego expira su lengua amarilla en busca de presas a las que devorar. Es una bestia a la que hay que controlar con todo lo que se tenga a mano, porque la lucha contra él debe ser con la inteligencia como arma. El valor también se acepta, pero cuidado con él, puede arrojar al más temerario a las mismas fauces del infierno. El fuego, en el fondo, es como el pasado, que se revive una y otra vez, haciendo heridas en lo que más querías. Por eso, es difícil vislumbrar el destino cuando todo arde alrededor. Por allí, la corrupción política. Por aquí, la tergiversación del cariño. El tiempo pasa y, a menudo, no cierra las cicatrices. Suena la alarma. Hay que salir corriendo. Cualquier segundo puede valer una vida humana. El fuego espera, con sus ojos de rojo intenso, con su capacidad para colarse por los resquicios más impensables, con su sed de destrucción. Quizá se trate de hacer que los hombres cobardes, los que nunca sirvieron para nada, se conviertan en los más valientes.
Husmeando por los rincones chamuscados, se halla un investigador que probó la marca del fuego en su piel. Es tranquilo y metódico y sabe lo que se hace. Él es el que decide si el incendio fue fortuito o provocado y las pistas están allí mismo, bajo una montaña de cenizas. Es tan concienzudo que no se olvida de ir todos los años a una junta de rehabilitación para demostrar a los vocales que los pirómanos no tienen curación porque sabe perfectamente que, si pudieran, prenderían fuego al mundo entero. Para él, es una cuestión evidente. Para los demás, el engaño puede funcionar. Puede que ese individuo sea el mejor maestro para alguien que intenta buscar sin encontrar respuestas. Puede que, al fin y al cabo, el menor de los hermanos McCaffrey se haga un bombero de verdad. En medio del calor abrasador, alguien lo proclamará.
La mayor virtud de esta película, aparte de la aparición en pantalla de unos sobrios y extraordinarios Robert de Niro y Donald Sutherland, es el manejo del fuego como un personaje más en la interminable lucha que se emprende contra él. Aquí vemos sus formas, sus hechizos, sus atracciones y sus devastaciones. Por otro lado, la película se resiente de un actor tan limitado como William Baldwin, que es incapaz de dar profundidad a un personaje que sí la tiene. Está bien dirigida por Ron Howard, con un notable sentido del espectáculo y de la acción. Contiene un homenaje a esos luchadores de casco y manguera que tratan de protegernos a todos de la amenaza de las llamas y hay entretenimiento, con sentido, con ardor y un buen vaso de agua.
Y es que no es fácil decidirse a luchar frontalmente contra esa criatura que se mueve y parece que piensa como un dragón de ciudad. Las construcciones con vigas de madera ayudan poco y habría que tener siempre en cuenta que, cuando un bombero llega a una casa, no la conoce en absoluto. Tal vez, por eso tienen el valor de adentrarse en ellas. Si lo pensaran y la conocieran, aparte de un tiempo precioso, verían que allí hay gato encerrado desde que se plantaron los cimientos. Casco, chaqueta, manguera, agua, por favor. Y apártense. Los escombros suelen aliarse con el insinuante baile de la llama viva.

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