Morck está desganado.
Rosé está deseando ganar experiencia. Así que… ¿por qué no enviarla a
investigar a esa isla danesa en medio de ninguna parte para investigar el
extraño suicidio de un antiguo compañero? Al fin y al cabo, hacía años que no
se veían y no acabaron demasiado bien. A Morck se le van a ahorrar muchas
molestias si no va. Sin embargo, todo se complica porque va a tener que ir. Va
a tener que dar algunas patadas a las sillas que hay en medio y, para rematarlo,
el jefe de policía de la isla tampoco tiene un buen recuerdo de Morck. Todo se
pone cuesta arriba y parece apuntar a una de esas extrañas sectas típicamente
nórdicas que lo basan todo en vestirse en pijama y que el líder se pase por la
piedra a todas las fieles porque así ellas se ven purificadas y elegidas como
receptoras del jugo divino emanado directamente de no se sabe qué. El líder,
por supuesto, quiere descendencia. Y lo intenta con todas. También con Rosé.
Morck y Assad no van a
permitir que Rosé se quede allí, en esa isla en donde todo recuerda a la paz y
la tranquilidad de espíritu. Van a entrar por la fuerza y, cuando se descubre
que ahí también hay crímenes execrables, lo harán sin ningún remordimiento.
Sólo Morck, que, dentro de su sociopatía, comenzará a sentir que se ha portado
mal con Rosé, que no debía de haberla enviado allí, que, tal vez, hay que
afrontar el pasado por muy molesto que nos parezca. La paz se convertirá en
sangre. Morck al rescate.
Última entrega de los
casos del departamento Q que es notablemente superior a la anterior, El efecto Markus. En esta ocasión,
parece que Ulrich Thomsen asume con más comodidad el papel del Inspector Morck
mientras es sorprendente el atractivo que destila Sofie Torp en su encarnación
de Rosé que ya ha ascendido de simple policía administrativa a inspectora con
insignia. La saga continua denunciando la terrible degeneración moral y el poco
respeto a la vida humana que subyace debajo de una sociedad aparentemente
perfecta y resulta muy efectiva en su descripción. Todo lo que está
excesivamente ordenado, resulta excesivamente depravado. Quizá porque la
perfección no existe y los nórdicos, daneses en este caso, se esfuerzan en
parecen inmaculados y perfectos. A destacar que Assad no es el mismo actor que
en el anterior episodio y se sale también ganando con el cambio, con Ashfid
Ferouzi ocupando el lugar de Zaki Youssef y ambos, sin duda, muy por debajo del
original de Fares Fares. En cualquier caso, parece que, después del cambio de
reparto, se va remontando poco a poco en calidad e intensidad y que los actores
se van haciendo con sus roles con cierta seguridad, algo que no ocurría en El efecto Markus.
Y es que, sin que apenas nos demos cuenta, es necesario hacer un acto terriblemente pasado de rosca para llamar la atención sobre algo que resulta a primera vista ideal. Debajo del verde, de una comida sana, de las sesiones de meditación, de las reuniones de sinceridad y de camaradería, y casi sin excepción, suelen yacer intenciones salidas directamente desde el laboratorio de maldad del infierno. La elección es suya. El engaño, también.