
Alguien me dijo una vez que “la cultura protegía de la manipulación”, algo que es absolutamente cierto en los tiempos que corren pero que se convierte en una frase premonitoria del peligro cuando la propia cultura forma parte de la manipulación. En esta ocasión, un hombre apenas responde con un silencio cuando se le obliga a suprimir a Marcel Proust de su clase de Literatura Francesa y acaba recogiendo las lágrimas que nunca derramó cuando escucha la música de Mahler para apagar los gritos de los perseguidos.
Y es que los intelectuales sirven de soporte del poder cuando hay prosperidad en sus carreras. Tal vez eso sea algo muy evidente en la Alemania nazi pero también puede ocurrir en las democracias de nuestros días. Primero, el silencio. Después, un débil asentimiento. Más tarde, un sí tímido. Luego, una obligación impuesta para lo innombrable. El descenso a los infiernos se va completando al igual que se van esbozando con aviesa precisión las puntas de la svástica, símbolo del movimiento, del estar siempre en marcha con un rumbo determinado. Y el hombre que empezó con un silencio se convierte en un Comisario de Propaganda del Reich que esconde las intenciones del horror bajo el protector manto del razonamiento filosófico.
Así, lo que él cree que es bueno simplemente porque proviene del poder establecido, no es más que una cámara de torturas de la que él está formando parte y que destruye a amigos, a vecinos, a hombres que combatieron a su lado en la Primera Guerra Mundial. Y no cae, dentro de su intensa intelectualidad, en que el bienestar de las minorías nunca puede superar al bienestar de las mayorías y en que la libertad individual puede que esté por encima de los derechos de los pueblos. Tal vez porque la libertad es algo inherente al ser humano y los derechos son preceptos impuestos, coartadas triviales revestidas de importancia,
Vicente Amorim, austriaco de nacimiento, brasileño de adopción, dirige esta película con una deliberada sobriedad para sorprender con un complicadísimo y virtuoso plano-secuencia final donde nos damos cuenta de que esa conciencia que, muy a menudo, nos avisa con una melodía o con cualquier disfraz de arte del peligro de integrarse en un sistema injusto, puede convertirse en una dolorosa realidad. Ya no hay rutas, ni caminos empedrados de mentiras y traiciones. Sólo resta la pena. Sólo queda el dolor.
Centro y dirección de la película, Viggo Mortensen encarna a este profesor que va haciéndose parte de un sistema que teme y consigue transmitir momentos de verdadera indecisión, de no saber qué hacer cuando se presiente que es el acento del origen del miedo y salda con sobresaliente una actuación de no-héroe apagado, alguien con el que nos resulta imposible identificarnos pero que nos hace preguntar de una manera muy turbadora si nosotros nos comportaríamos como él en una situación donde no le queda más remedio que subir o tocar fondo.
No es una película fácil. Carece de acción y muchos de sus pasajes tienden a la morosidad pero los efectos especiales tienen que producirse allí donde se tejen nuestros pensamientos. En ocasiones, incluso resulta un poco árida pero el vértigo donde deseamos una reacción del protagonista tiene que introducirse en nuestras entrañas, ésas donde anida la certeza que nos repite una y otra vez que los intelectuales, los hombres que se niegan a someter su inteligencia a los dictados de la ambición, tienen el poder de decir que no, de negar lo injusto, de protegerse a sí mismos y a los demás de la manipulación que sólo sirve a unos cuantos intereses. Al fin y al cabo, pecar con el silencio cuando se debería protestar, convierte a los hombres en cobardes.