martes, 6 de septiembre de 2011

AL VOLVER A LA VIDA (1948), de Byron Haskin

Hay momentos en los que parece que el tiempo se posa sobre los hombros y se convierte en una carga que se lleva con tranquilidad pero también con un enorme peso. Volver a respirar el aire despejado de la libertad después de pasar unos cuantos años encerrado puede significar encontrarse de nuevo con una ilusión que se hallaba sepultada bajo demasiados kilos de polvo. Pero también puede ser la evidencia de enfrentarse con ese pasado que pareció dormirse entre los barrotes de la cárcel. La venganza, ya se sabe, es un plato que siempre se come frío y alguien jugó para ganar para quedarse con todo. Incluso con el tiempo.
La ciudad parece oscura pero extrañamente acogedora. Sólo hay arrugas en la visión, empañadas por ese tipo que fue amigo desde la infancia, jugador de ventaja en cuanto creció y tramposo profesional con la ambición como móvil cuando se hizo hombre. Y, por supuesto, apartó a todos los que le estorbaban, incluso a su mejor amigo, al que mandó a la trena porque tenía la certeza de que él no hablaría. Tal vez porque es uno de esos pringados que, en un código de ética desconocido y realmente absurdo, no delata a sus compañeros y prefiere pagar por ellos. Es carne de desperdicio. Es perdedor. Y los perdedores no interesan.
Al volver a la vida es una estupenda y desconocida película de cine negro y resentimiento dirigida por Byron Haskin en 1948 que nos pasea por los rostros de Burt Lancaster y de Kirk Douglas por las calles del regreso. En ella hay siempre un leve gesto de engaño que parece estar escondido tras las cortinas de cada uno de los fotogramas que la pueblan. Ninguna escena parece ser sincera porque siempre está al acecho la soberbia del que se sabe ganador y la rabia del que ha estado rumiando su vuelta desde las frías paredes de una celda. Los ambientes son certeros. Los personajes están espléndidamente diseñados con una especial mención a ese contable que guarda remordimientos de conciencia, tercer camarada del grupo, bajo el rostro de Wendell Corey. Las escenas en el despacho de Douglas se hallan alrededor de lo magistral porque parece que en sus paredes hay papel de tensión, muebles de desprecio, atmósfera de superioridad, ventanas de ira. Y rostros oscurecidos por una fotografía que se empeña en hacer de sus ceños, acantilados y de sus labios, riscos. Es una excelente película que habla sobre el eterno retorno que se transforma por obra y gracia de la realidad en el amargo presente y en el ausente futuro.
Detrás de la mirada de ese hombre que sale del infierno, ya no hay lugar para el odio por mucha justicia que ansíe. Quiere aquello por lo que luchó durante tantos años y una sincera gratitud por su prolongado silencio. Las deudas tienen que pagarse porque si no las propias honestidades pueden herirse de muerte. Y lo honesto es ver esta película porque apenas se conoce y merece una segunda oportunidad.

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