La noche parece que acepta todo. Las luces brillan en medio de la suciedad y siempre son los mismos los que tienen que limpiarla. Hay vida detrás de esas placas que dicen que se es policía. Vidas perdidas, vidas en busca de un futuro tan difícil que el desánimo hace mella en las balas, vidas sin mucho sentido. La noche lo presencia todo y lo cuenta todo entre las calles de Brooklyn. Allí es donde está lo mejor.
Eres policía. Te llamas Sal. Estás en la brigada anti-droga y tu vida es un carrusel de alijos incautados y de dinero que está fuera de tu alcance. Pero tienes tres hijos y tu mujer está embarazada de gemelos. Tu casa es pequeña y las paredes han criado moho por causa de la humedad. Necesitas dinero. Necesitas todo lo que puedas coger para comprar una casa nueva. El sueldo de policía es demasiado corto y has prometido a todos la felicidad. Aún no has caído en que la felicidad no se compra. Nunca tendrás suficiente dinero como para comprarla. En tu camino sólo hay cadáveres que pisotear para quedarte con algo que pueda hacerte sacar la cabeza. Y estás ciego, Sal. Eres incapaz de ver que hay cariño en tu vida y que el dinero no es tan importante como crees. Tu mujer está contigo y tú eres su fortuna. Tus hijos te respetan y te quieren y, sin embargo, crees que el fracaso te rodea y te asedia y que aparecer como un fracasado ante ellos es admitir una derrota que te hace menos hombre, menos padre y menos marido. Sal, recuérdalo. No siempre se consigue lo que se desea.
Eres policía. Te haces llamar Tango. Tal vez porque siempre estás bailando con la muerte como pareja. La hueles y la palpas. Convives con ella. Estás en la brigada anti-droga pero trabajas como infiltrado. Y ya no puedes más. Empiezas a no saber dónde está la línea que separa el bien del mal. Has desarrollado simpatía por toda esa gentuza que trapichea con la vida de los demás y cuando ves a un policía que te mira sientes unos incontenibles deseos de vaciarle el cargador. Tienes que dejarlo, Tango. Lo que pasa es que el precio para dejarlo es el de la traición. Tienes amigos entre toda la basura. No quieres que nadie salga con el cuerpo abierto en canal por cuatro tiros. Sólo quieres desaparecer y que todos te olviden. Volver a vestir un traje, sentarte detrás de un despacho y decidir quién va a la calle a detener a los malos. Tango, recuérdalo. No siempre se consigue lo que se desea.
Eres policía. Te llamas Eddie. Estás pateando las calles desde hace veintidós años y te queda una semana para la jubilación. Estás harto. No has dejado huella en ninguna de tus pisadas. Has fracasado en tu vida. Has fracasado en tu trabajo porque no has ascendido de la calle a la jefatura. Sólo quieres terminar con todo. Por tu cabeza pasa el suicidio y, sin embargo, siempre hay una última oportunidad para dejar tu impronta, tu veteranía, tus largos días de tratar con la gente que se grita, se pelea y se mata. Sólo encuentras cariño bajo los encantos de una luz roja bañada de lejanía. El destino parece haberte reservado una insoportable soledad y acaricias tu revólver como la salida más fácil, más llana, más súbita. Eddie, recuérdalo. No siempre se consigue lo que se desea.
Antoine Fuqua ha dirigido con un estilo inusualmente sobrio en él esta digna película de vidas cruzadas bajo el peligro permanente del brillo de sus placas de policías. Ethan Hawke, Don Cheadle y Richard Gere les saben dar vida con los corazones abatidos cuando se intenta una y otra vez todo aquello que trae dignidad a un trabajo que no querrían ni las ratas y Fuqua se centra en estos tres policías con su insignia de valor que, con sus fallos, aún consiguen que un halo de comprensión se establezca en quien asiste a esos problemas que les produce tanta angustia, tanta ansiedad, tanta decepción que, a veces, hay que participar de sus búsquedas y de sus desolaciones. El eco de los disparos se encarga de llenar todos los demás resquicios.
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