En una época de barbarie, la tortura es la máxima forma de expresión y la evidencia que pone de manifiesto al poseedor de la fuerza. El barro parece agarrarse a los pies, el acero se siente en la piel, la sangre se derrama como si fuera agua y el despotismo de un rey que ve cómo se le escapa el poder es el móvil que hace que la muerte no deje la recogida de su cosecha.
Los templarios eran monjes-soldado que estaban infernalmente entrenados para defender los clavos de Cristo que tanto ama la Iglesia igual que si fuese una baronía en peligro de expropiación. Eran diestros asesinos, de vida ordenada y obediente, disciplinados y en la orilla misma de la crueldad. Temidos y osados, no dudaron en unirse a los barones que se enfrentaron al Rey Juan Sin Tierra cuando éste, despechado por la falta de respeto que le profesaron al obligarle a firmar la Carta Magna , se entregó a una guerra contra ellos para despojarles de cuantas posesiones tenían. El Rey Juan no se anduvo con tonterías. La muerte era la victoria y el suplicio, su forma de mandar. Y ambos castigos tenían que ser ejemplares y absolutos.
Con estos principios, podría parecer que esta película tenía algunos elementos de cierto interés para una buena historia pero, como siempre, las expectativas se ven frustradas porque detrás de las cámaras hay un inútil que mueve la cámara aquejado del baile de San Vito y se detiene, eso sí, con exquisita quietud, en la descripción de las más horribles y cruentas torturas. Es más, puedo asegurar que es la primera vez en mi vida que he visto cómo un tipo hunde el cráneo a otro con el brazo cercenado de un tercero. El caso es que el argumento coge elementos ya conocidos en El señor de la guerra, de Franklin J. Schaffner; y en Los siete magníficos, de John Sturges y se dispone a narrar, en la mayor parte de su metraje, los avatares y vicisitudes de un asedio en el que los buenos son los barones y los caballeros templarios y los malos son las huestes del Rey.
Dejando aparte el hecho de que la película carece de estilo y que es una locura intentar seguir cualquier secuencia de acción, la interpretación del protagonista James Purefoy es algo así como asistir a una permanente cara de un tipo que parece que tiene el hedor más putrefacto metido en sus fosas nasales. Sin expresión y sin matices, su papel lo podría haber hecho con mucha más pasión mi tortuga Jack. Eso sí, como creo que el director, Jonathan English, el genio de la shaky camera, lo sabe, hace que el plantel de secundarios se integre con nombres de la categoría de Paul Giamatti (enorme en su creación del Rey Juan), Brian Cox, Derek Jacobi y Charles Dance, con especial mención para él que, en sus escasos segundos de aparición, otorga la verdadera acción facial que la película necesita. Y además, English quiere ser poético y utilizando la estimable banda sonora para envolver los lamentos, los gemidos y los ruidos de huesos cortados de cuajo como si fuera una lucha épica y penosa, llena de angustia y de pena divina, lo cual sería loable si no fuera porque no se ve más que algo borroso, con salpicaduras rojas, gritos, rostros de furia, barro y eso sí, hombres partidos por la mitad.
Así que no hay nada nuevo bajo el sol salvo la sempiterna mediocridad. Lo que podría haber sido una aventura y una detallada descripción de la siempre apasionante vida de los templarios, se queda en una descabellada batalla gore, con muertes a cada cual más horripilante que convierte a la película en una descabellada candidata a formar parte de las favoritas de esos jóvenes amantes de la brutalidad más gratuita porque es más imaginativo idear formas de matar que construir un argumento con las motivaciones de un sitio que representa la más feroz resistencia contra el absolutismo. Y así no hay forma de hacer que las cosas cambien.
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