No cabe duda de que esta película es más famosa por la famosa escena de la cocina entre Jessica Lange y Jack Nicholson que por sus intrínsecos valores cinematográficos. Y aún así los tiene. Primero porque, en comparación con la versión original de 1946, espléndida, con Lana Turner y John Garfield en los principales papeles, no palidece en absoluto. Segundo porque Bob Rafelson, un director que no siempre ha estado atinado, coge la historia original de James Cain y la recubre con una pátina de tristeza y de cansancio que no hace más que favorecer las motivaciones y profundidades de unos personajes que se entregan en un viaje de ida en autobús con la última parada en el cementerio. Tercero porque está muy bien interpretada, mucho más allá de la famosa escena de sexo, por los dos actores principales, llenos de recursos y de encarnadura en una película en la que el deseo tiene que jugar un papel fundamental. Y cuarto y último porque el poder rodar esta historia sin censura no es más que ponerla en su sitio, en su exacto contexto, en su crudeza original y en su tiempo y cadencia necesarios.
Más allá de frías consideraciones, hay una tensión sexual en el ambiente que parece mascarse hasta en la textura de las ropas, bastas e impregnadas del polvo de una carretera que, sin duda, llega a ninguna parte. Y en ese camino sin final cierto, aparece un hombre que no tiene origen, ni se sabe nada de él porque es un perro errante que sólo intenta sobrevivir en medio de la depresión, de la nada que le ofrece el mundo, de la soledad que parece haberse instalado para no irse entre sus ropas de vagabundo. Perder el alma es una condición indispensable para viajar hacia el infierno y él lo hace a conciencia.
Y es que la simple aparición en un bar de carretera encadena toda una sucesión de acontecimientos que incluyen la pasión desbocada pero no el amor. El asesinato premeditado pero no la justicia. La búsqueda desesperada de una razón por vivir pero no el equilibrio. Detrás de cada diálogo está la pluma certera de un hombre de cine, teatro y literatura como David Mamet, que consigue el humo enrarecido de las sensaciones abotargadas por el deseo y, en colaboración con Rafelson, el agobiante ambiente de una época de pobreza y marginación en la que florecen los más bajos instintos.
El único problema de toda esta historia está en que el espectador lo tiene muy difícil para identificarse con alguno de los personajes, lo cual siempre deja una sensación de incomodidad que complica su visión pero si se saben saltar esos impedimentos, la película es de una rara perfección, de una sucia belleza, de un escrúpulo inalterable que parece convertirla en una liga en lo alto de una media escondiendo una pierna que lleva el milagro tatuado.
El olor del humo de un garito de mala muerte en medio de la carretera, está lleno de dobles sentidos en el camino hacia la perdición. Por eso, porque nunca hay nadie para recibirlo, el cartero siempre llama dos veces.
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