viernes, 2 de septiembre de 2011

BETTY ANNE WATERS (2010), de Tony Goldwyn

Una mujer es la mejor garantía contra el sufrimiento. Si ella se lo propone, la agonía podrá ser larga pero será vencida; la desesperación podrá tener arrugas pero conservará su vitalidad; el menosprecio podrá ser prisionero de los años pero acabará siendo un arma de experiencia. Todo sea para demostrar que un hombre, algo estúpido e infantil, es inocente de un espantoso crimen que es puro reflejo de ignorancia.
Y es que hay ocasiones en que hay historias grandes que se ven confinadas en películas muy pequeñas porque hay alguien que decide que todo tiene que ser sin mucho énfasis, buscando la emoción pero sin recrearse en ella, diciendo a los actores que actúen pero en un tono muy bajo, como coartando expresiones, como apagando las reacciones en un ambiente rural en el que todo aparece gris, incluso lo hermoso.
Tony Goldwyn, actor de profesión y director ocasional, yerra profundamente en sus miradas de normalidad porque no se preocupa de ajustar bien los pernos de una trama que merece ser explicada en sus detalles. No se sabe cuál es la relación que une a la víctima con el acusado. Puede que le vendiera droga, puede que fuera su amante o puede que ni siquiera la conociese. Hay un aire de levedad en todo el asunto que lleva a pensar que a Goldwyn le preocupa más el hecho de decirnos bien a las claras cómo termina el interminable proceso de exoneración que en mostrar las resistencias burocráticas que aparecen cuando se quiere sacar a un hombre de la cárcel. No hay más enemigo que el tiempo y una policía interpretada equivocadamente por Melissa Leo y eso tampoco es que tenga demasiada importancia. Parece que Goldwyn tiene miedo de extender los tentáculos de un apasionante error judicial y de investigación y se dedica solamente a narrar la superación, mil veces vista, mil veces previsible, de una mujer que se saca la carrera de Derecho tan sólo para demostrar que su hermano es inocente.
Incluso cuando quiere ser profundo, es insoportablemente ligero, como lo es en esa insistente idea de que la infancia es lo que une, lo que nos hace ser lo que somos, lo que nos empuja a tener un sentimiento de hacer algo por los demás. Tampoco deja que el peso de la función lo lleven sus dos mayores activos que actúan bajo los nombres de Hilary Swank y Sam Rockwell. El planteamiento, el nudo y el desenlace se desarrollan bajo la premisa de que no importan las pruebas, no importan las jugadas políticas en un sistema judicial democratizado y, por tanto, sujeto a conveniencias de toga y ambición. Lo que importa es la insistencia de la protagonista y dejar bien claro que tuvo muchos obstáculos aunque la explicación de cuáles fueron se queda en que falta un papel, en que las pruebas pueden haberse destruido, en la importancia del ADN en la investigación policial moderna y en que el que persevera, tarde más o menos, triunfa. Y eso es tan bisoño que a uno le dan ganas de añorar una película como En el nombre del padre, de Jim Sheridan, mucho más agresiva, mucho más atinada y mucho, mucho más importante.
Así que a pesar de que aquí se lanza una protesta motivada contra la falta de ambición de un director que fue más elegido a dedo que otra cosa, lo cierto es que hubo elementos de origen que pudieron indicar que se podría haber hecho una buena película sobre el sufrimiento de un preso de condena injusta y el tesón de una mujer que es capaz de darlo todo y perder gran parte de su vida por el camino. Veinte años de lucha para reconocer que alguien se había equivocado y para que un hombre sin futuro pudiera tener un pasado para vivir. Y ni siquiera el camino para conseguirlo es interesante. Es flojo, sin pegada y, lo que es aún peor, sin ansias de tenerla. Y ahí es cuando ya la condena se vuelve contra el espectador apresado injustamente en su butaca .

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