jueves, 15 de septiembre de 2011

LA DEUDA (2009), de John Madden

En el rostro de una mujer se dibujan las cicatrices que deja, imborrables, la mentira. La ambición y la cobardía dieron paso a un enorme engaño que tres agentes del Mossad perpetran como atajo hacia el reconocimiento general. Y el pasado suele ser tan despiadado que siempre vuelve para hacer daño, para hacer del orgullo, una vergüenza; del éxito, una apariencia y del amor, una sensación demasiado fugaz como para ser asida con las manos.
Cazar a un asesino suele ser tarea de profesionales y los planes mal ideados son sinónimos del fracaso. La responsabilidad del fallo es tan enorme que pesa como una losa llena de sangre. Demasiados gritos que quedan sin respuesta, demasiada muerte que permanece como un número. La carnicería de un campo de concentración es algo que no se puede olvidar para no volver a caer en los mismos errores y el miedo aparece en medio de la encomienda. Silencio. Las víctimas nunca hablarán.
En el Berlín Oriental se esconde la maldad mirando a unas piernas abiertas. La entrega no es suficiente si se carece de inteligencia. El juego del enfrentamiento podría dar lugar a una aniquilación mutua. Pero una huida a tiempo puede fabricar una leyenda. Y todo el mundo sabe que las leyendas suelen estar bien parapetadas tras el embuste.
Y es que, de repente, cuando el pasado se vuelve presente, las cosas realmente importantes han dejado de tener sentido, más que nada porque de la falacia nunca puede nacer la satisfacción. Esta película se sumerge en los entresijos de operaciones secretas de búsqueda y captura de nazis escapados a la justicia y parece querer orillar motivaciones y consecuencias, como si John Madden, el director, no tuviera muchas ganas de mostrar la tormenta psicológica que se desata en los protagonistas por culpa de sus acciones, de su discutible profesionalidad, de sus execrables actitudes en pos de un destino que, simplemente, no les pertenece. Hay buenos mimbres con los que construir una sólida historia, de bordes bien encajados en una época en la que la infalibilidad del Mossad era famosa y el fracaso significaba lo mismo que el desinterés. Treinta y dos años después, dejando atrás a jovenzuelos que ponen cara sin mucha pasión, encontramos a Tom Wilkinson y, sobre todo, a Helen Mirren que hace que toda imagen cobre altura, que toda sensación sea una herida en su rostro de sabiduría y clase y que toda reacción posea una causa previa que la motive.
Así, la película adolece de un precario equilibrio porque hay una descompensación evidente entre lo que se recuerda y lo que acontece. Hay escenas que requieren una difícil explicación, hay destinos que ruegan por una sutil mitificación y, tal vez, quien fuera héroe por una mentira sea héroe, tres décadas después, por una verdad que estuvo demasiado tiempo oculta en un incómodo silencio. Silencio de supervivencia.
Una vuelta de guión más no hubiera venido mal a una película que pide a gritos un ajuste más encajado de sus pernos. En algunos instantes, parece que todo se escapa por una rendija abierta en un problema de conciencia que, a algunos puede parecer ajeno, pero que, con la suficiente perspectiva histórica, no deja de tener una cierta lógica. Tampoco es fácil asumir que haya miembros de los servicios secretos israelíes que patinen sobre sentimientos de los que se debería prescindir habida cuenta de las crueldades vividas y de familias exterminadas. Todo confluye en un nuevo pasado que estará, otra vez, escrito en una herida, que tendrá su cruz en el cementerio de la piel, que exhibirá sus razones a través de otra mentira que, en su momento, fue verdad. Así que no tomen en cuenta lo que se dice en estas líneas. Quizá sea todo un implícito deseo de pasar a la posteridad alejándose del ridículo que, en muchas ocasiones, es otro nombre para el fracaso. 

2 comentarios:

dexter dijo...

Pues sí, qué pena ¿no? Yo también opino como tú que a esta peli le falta un poco de sal y podía haber dado mucho más de sí. A mí me da la sensación de quedarse muy en la superficie. Además tenemos el tema de la descompensación, porque evidentemente es muy intereante lo que nos cuentan en el "flasback" pero, ay amigo, es que en la parte del presente están una tal Mirren y un tal Wilkinson que se lo comen absolutamente todo. Por otra parte, hay muchas licencias como suele pasar en este tipo de producciones. A mi la que más difícil me resulta de tragar es la de esa especie de triángulo amoroso que se establece en la casa de Berlín y que además es clave para todo lo que va a suceder después. Vamos, que chirría un poco que a todos unos agentes del Mossad no les entrenen también para camuflar sus sentimientos y no andar por ahí enamoriscandose y desenamoriscandose como si nada. Creo que con la tensión que hay ya de por si en esa casa, lo de añadir una sexual no resuelta tampoco es que aporte mucho. Y luego ese final un poco atropellado y pillado por los pelos. Vaya que desde "Shakespeare in love" Madden nos sigue debiendo una.

César Bardés dijo...

Pues sí, Dex, absolutamente de acuerdo con tu análisis. Tampoco entiendo muy bien la decisión de Ciarán Hinds cuando ve a Tom Wilkinson esperándole en el coche (matizo: sí la entiendo pero me parece tan retorcida que no creo haber dado en el blanco). Totalmente de acuerdo también en la confusión del triángulo sexual con decisiones muy discutibles por parte de Chastan-Mirren. Aunque es versión de una película israeli que se rodó hace 5 años, creo que debería habérsele dado un par de vueltas más alguión para cuadrar bien las cuentas. Y desde luego esto no hace más que reafirmarme en mi creencia de que "Shakespeare in love" es una obra de guionista (nada menos que Tom Stoppard) antes que de director porque John Madden, desde entonces, no ha dado mucho pie con bola aunque en esta ocasión apenas roce el suficiente.
Sí, señor. Un análisis certero. Con acotaciones como ésta ¿quién quiere artículos largos, pesados, pedantes y prescindibles?.