Un hombre sabe navegar porque pertenece al mar desde
siempre. Forma parte de él igual que las gotas de agua son parte del océano.
Sus manos están castigadas de tanto amarrar nudos marineros a cornamusas imposibles
y su rostro es como la espuma del mar estirada por las tormentas de la vanidad.
Él mira al cielo y sabe qué es lo que mandan las nubes y lo que castiga el sol.
Él mira hacia el frente y su vista se ha acostumbrado a la línea del horizonte
despejada en un desierto hecho de agua y sal. Sabe que ha luchado mucho y solo
se encuentra a gusto en medio de la inmensidad.
Todavía no ha probado la fuerza de la soledad. Es eso que
llega a ser tan agobiante que convierte algo que no tiene límites en el estrecho
espacio de la desesperación. La soledad es cómoda en determinadas
circunstancias pero cuando la muerte se acerca con tanta lentitud es la peor de
las compañeras, la más cruel, la más insidiosa, la más estranguladora de las
sensaciones. Basta con un poco de mala suerte, unos cuantos barcos sin guardia
y un tapón mal cerrado.
Y es que cuando todo está perdido, la verdadera medida de
un hombre sale a relucir. Las ideas saltan, los recursos se disparan, la
imaginación trabaja a la velocidad de crucero. Los pocos medios que quedan se
convierten en verdaderas riquezas en un entorno hostil que no admite la derrota
y el agua y la sal se entremezclan con el aire y la respiración. Ya nada sabe
igual. Y todo empieza a dar igual.
Las cortinas de aguas se hacen más densas y llegan a
intentar zaherir en la piel del marino que se agota por momentos. Los años
pesan y convertir un viaje de placer en un curso acelerado de supervivencia no
es nada fácil. El barco resiste lo indecible y él permanece en un estado de
frialdad, intentando aprovechar todo lo que queda con el máximo rendimiento.
Solo así podrá salvarse a 1700
millas de ninguna parte, lejos de las rutas marítimas,
con el horizonte siendo guía e infinito a la vez. Los utensilios de salvamento
son solo sustitutivos de la muerte rápida para transformarlo todo en una lenta
agonía que parece hundirse en una oscuridad que, por momentos, parece más y más
atractiva. Uno en la inmensidad es lo mismo que nada. De eso se encarga la
Naturaleza y el destino. Solo así se forjan los héroes que nunca mueren.
Robert Redford consigue volver a recordarnos El viejo y el mar, de Hemingway porque
en su cuerpo rodeado de silencio consigue expresar las angustias de la edad
cuando se lucha físicamente contra lo imposible. Con apenas unas líneas de
diálogo, transmite esa sabiduría de lobo de mar que hace intuir de dónde viene
pero que, por primera vez en su vida, ignora hacia dónde va. Tal vez ese viaje
que emprende es un sueño largamente acariciado en sus noches de vigilia en
algún puente de mando, o tan solo es un viejo marino que quiere acabar rodeado
de lo único que conoce en su larga vida. El caso es que pone a prueba sus
sentidos y no se rinde nunca. Quizás porque ya ha perdido en demasiadas
ocasiones y no está dispuesto a caer derrotado una última vez. Solo él sostiene
una película que ningún otro actor, posiblemente, podría mantener a base de
carisma, de experiencia y de miradas, sin apenas palabras, sin rodeos o
soliloquios. Solo él. Redford inmenso.
Lo cierto es que se comprende con facilidad que sea una
película que no guste a todos, que la aventura destaque más por su calma que
por su ritmo, que pueda causar sensaciones cercanas a la asfixia cuando el
protagonista, sin ayuda posible, sea solo un juguete en manos de las
caprichosas olas de la violencia natural, pero hay mucho cine en esta
desesperación porque en sus jornadas se dice, porque en sus frialdades se
asegura, porque en sus experiencias se disfruta. Basta con compartir con él
todo lo que le pasa y nosotros también seremos náufragos en una balsa.
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