martes, 11 de febrero de 2014

BRAZIL (1985), de Terry Gilliam

Resulta estremecedor pensar lo que puede ser una sociedad grotesca que, al ir al extremo, comienza a parecer monstruosa. Al fin y al cabo, puede ser asfixiante vivir en un lugar donde la arruga es estirada hasta la ridiculez, donde el Estado se afana por conseguir información privada de sus ciudadanos con tal de mantenerlos controlados, donde el tiempo apenas existe y la burocracia es tan excesiva, tan impersonal y tan controladora que llega a ser causa de asesinato con un papel como única arma. La sublevación no tardaría en levantarse pero sería a través de individualidades aisladas que pueden alcanzar a la colectividad en algún momento pero acabarían por ser de muy dudosa utilidad. A la burocracia se le gana con más burocracia porque la mejor manera de librarse de un fontanero es pedirle un impreso que sabes que no va a tener. El mundo comienza a ser un cúmulo de cemento monumental y desgraciado salpicado de luces de neón y de plásticos respirantes. El caos se cierne y solo el desafortunado que mantiene la cabeza fría se da cuenta de que el amor es imposible en una ciudad donde la libertad hace tiempo que ha sido devorada por el papeleo. Es Kafka. Es Orwell. Es el futuro. Es hoy.
Lo cierto es que todo está agrandado hasta el absurdo y el surrealismo sustituye cualquier viso de verdad, convirtiendo a la verdad en un trámite burocrático que no tiene conciencia ni compasión. El ciudadano en sí no es más que un nombre en un papel. La colectividad es fácilmente manipulable a través de unos cuantos ordenadores que parecen sacados de la tienda del todo a cien, diciendo a todo el mundo lo que se quiere oír, lo que se quiere leer, lo que se quiere comprender. Así se anula la escucha, la visión y la comprensión porque ya no existe sentido crítico, ni sentido de la realidad. Todo se pervierte en función de un universo de pesadilla que ahoga y que deja sin sentido ninguno la función de cada ser humano. Las voces se superponen y no quedan muchas más escapatorias que la locura, que la fuga desde el mismo lugar donde la puerta está cerrada, siendo inmune a tanta provocación dictatorial. Todo se sumerge en una ensoñación de Fellini mientras Metrópolis parece estrechar sus paredes en torno a esos decorados imposibles, de vehículos ridículamente pequeños o apabullantes y monstruosos. Llega el turno de una sociedad en la que lo que menos importa son los individuos que la componen. Solo son medios para lograr el fin de la anulación. Solo son nulidades para que el medio ambiente de contaminación ideológica siga avanzando para causar el pánico imparable.

Este es el universo de Terry Gilliam, donde lo grotesco es lo protagonista y donde las ideas fallecen por falta de aire. La anarquía y la falta de linealidad en su relato converge, precisamente, en la visión del mismo infierno concebido como un castigo de sempiterno color gris, de cancha de juegos impersonal, de estremecedor futuro donde la creatividad es anulada a favor de la misma naturaleza de lo inútil.

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