Resulta estremecedor pensar lo
que puede ser una sociedad grotesca que, al ir al extremo, comienza a parecer
monstruosa. Al fin y al cabo, puede ser asfixiante vivir en un lugar donde la
arruga es estirada hasta la ridiculez, donde el Estado se afana por conseguir
información privada de sus ciudadanos con tal de mantenerlos controlados, donde
el tiempo apenas existe y la burocracia es tan excesiva, tan impersonal y tan
controladora que llega a ser causa de asesinato con un papel como única arma. La
sublevación no tardaría en levantarse pero sería a través de individualidades
aisladas que pueden alcanzar a la colectividad en algún momento pero acabarían
por ser de muy dudosa utilidad. A la burocracia se le gana con más burocracia
porque la mejor manera de librarse de un fontanero es pedirle un impreso que
sabes que no va a tener. El mundo comienza a ser un cúmulo de cemento
monumental y desgraciado salpicado de luces de neón y de plásticos respirantes.
El caos se cierne y solo el desafortunado que mantiene la cabeza fría se da
cuenta de que el amor es imposible en una ciudad donde la libertad hace tiempo
que ha sido devorada por el papeleo. Es Kafka. Es Orwell. Es el futuro. Es hoy.
Lo cierto es que todo está
agrandado hasta el absurdo y el surrealismo sustituye cualquier viso de verdad,
convirtiendo a la verdad en un trámite burocrático que no tiene conciencia ni
compasión. El ciudadano en sí no es más que un nombre en un papel. La
colectividad es fácilmente manipulable a través de unos cuantos ordenadores que
parecen sacados de la tienda del todo a cien, diciendo a todo el mundo lo que
se quiere oír, lo que se quiere leer, lo que se quiere comprender. Así se anula
la escucha, la visión y la comprensión porque ya no existe sentido crítico, ni
sentido de la realidad. Todo se pervierte en función de un universo de
pesadilla que ahoga y que deja sin sentido ninguno la función de cada ser
humano. Las voces se superponen y no quedan muchas más escapatorias que la
locura, que la fuga desde el mismo lugar donde la puerta está cerrada, siendo
inmune a tanta provocación dictatorial. Todo se sumerge en una ensoñación de
Fellini mientras Metrópolis parece
estrechar sus paredes en torno a esos decorados imposibles, de vehículos ridículamente
pequeños o apabullantes y monstruosos. Llega el turno de una sociedad en la que
lo que menos importa son los individuos que la componen. Solo son medios para
lograr el fin de la anulación. Solo son nulidades para que el medio ambiente de
contaminación ideológica siga avanzando para causar el pánico imparable.
Este es el universo de Terry
Gilliam, donde lo grotesco es lo protagonista y donde las ideas fallecen por
falta de aire. La anarquía y la falta de linealidad en su relato converge,
precisamente, en la visión del mismo infierno concebido como un castigo de
sempiterno color gris, de cancha de juegos impersonal, de estremecedor futuro
donde la creatividad es anulada a favor de la misma naturaleza de lo inútil.
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