martes, 13 de mayo de 2014

EL TREN DE LAS 3,10 (1957), de Delmer Daves

La garganta se seca de tanto aspirar el maldito polvo de la tierra ingrata. No llueve y el enésimo fracaso se cierne sobre un hombre que está a punto de rendirse otra vez. El orgullo está demasiado herido, las fuerzas flaquean y no hay nada que haya hecho que le haga sentir admiración por sí mismo. Teme decepcionar a sus hijos. Y mira a su mujer y cada vez está más convencido de que no ha sido capaz de hacer que la felicidad fuera un miembro más de la familia. Ella está condenada a trabajar, a racionar la comida, a trabajar de sol a sol sin más premio que una sonrisa o un fugaz beso en los labios. El cielo no envía agua y el ganado se muere. Ya no hay dinero. Y hasta cuando las lágrimas se escapan dejan surcos en el polvo del rostro.
No importa si alguien muere mientras se roba algo de dinero. No mucho, algo que permita seguir tirando de pueblo en pueblo con una pandilla de forajidos, bebiendo en el desierto de las barras de taberna y, de vez en cuando, estando con una chica que ha perdido el rumbo en algún lugar del camino y lo encuentra durante unos instantes en los  brazos de un hombre malo. La mirada agresiva, dominante y torva se torna breve y sincera cuando, entre copas, se atisba lo que ha conseguido otro hombre que, a base de honestidad, ha conseguido construir un hogar. Eso es un botín que no tiene valor. Una mujer excepcional, dos hijos, algo por lo que luchar…porque, al fin y al cabo, el dinero que se gana asaltando diligencias y bancos se gasta, se va tan rápido que lo único que se desea es ir a por el siguiente atraco. Algo efímero. No queda nada después de eso. Solo el rastro de algo que no merece la pena recordar.

Glenn Ford siempre dijo que ésta había sido su interpretación favorita porque le dio la oportunidad de poner en juego muchos matices dando vida a Ben Wade, un hombre malo que se dedica a robar y a matar. Y domina los rincones de la calle aún sin un arma en la cintura, mucho más que un Van Heflin que trata de retratar al hombre bueno, esforzado, honrado y luchador que ve cómo la vida se le escapa entre los dedos y tiene que jugarse el pellejo para evitarlo. Felicia Farr puso la belleza al otro lado de la barra y la figura en un plano de evocador lirismo mientras Delmer Daves, detrás de la cámara, hacía un ejercicio de precisión y de ritmo al alcance de muy pocos. Y es que no es fácil esperar un tren que sirva para hacer justicia a un par de tipos que dieron la vida porque creían en lo correcto mientras la tortura moral se asienta entre las paredes de un cuartucho de hotel. Hay que mantener la atención en una película que no se presenta como un espectáculo de acción sino como un duelo de resistencia ética frente al dinero fácil y a la tentación de agarrar el futuro por las solapas y descerrajarle un par de tiros en el estómago porque, en ocasiones, los hombres están hartos del destino que les ha tocado. Y es muy difícil continuar cuando todo, incluso el cielo, está empeñado en abrir sus cortinas para insultar a la cara a todos aquellos que intentan ganar el día con el sudor de su frente. 

2 comentarios:

CARPET_WALLY dijo...

Que magnífica película.

Lejos de las leyemdas del género como Ford o Hawks, Delmer Daves era un tipo que sabía hacer cine aunque su carrera con Troy Donahue parezca decir lo contrario. Aun así y echando la vista atrás lo bueno que tengan esas películas se puede achacar al haber de Daves y lo malo al debe de Troy.

Llevo mucho tiempo defendiendo fuera de este sitio que el western es un género que está muy por encima del entretenimiento puro y que en muchas ocasiones era un vehículo para colar como entretenimiento muchas otras cuestiones de indole moral, ético, de actitud ante la vida, de cuestionamiento social, etc.

Aquí, como en otras, nos muestra una cuestión mucho más sincera sobre la importancia de una vida lejos de la gloria efímera de la aventura o de la satsfacción fácil del dinero no ganado con el sudor de la frente precisamente. El tema de la redención que ya hemos tocado alguna vez está muy presente y Ford lo va deslizando a traves de esas miradas al principio desdeñosas con lo que Van Hefflin representa y finalmente compresivas y un punto envidiosas.
Es curioso que en otra película que también toca el tema de la redención algo menos claramente pero si la envidía que le supone al aventurero la seguridad de un entorno familiar, sea nuevamente Van heflin el que encarne otros valores aunque en este caso sea Alan Ladd el contrapunto en "Raices profundas".

Abrazos en punto.

César Bardés dijo...

Estoy de acuerdo en que es una gran película. Daves es muy inteligente (así lo definiría yo, un cineasta inteligente) y sitúa el punto álgido de la película en ese duelo dialéctico que mantienen Ford y Heflin en la habitación del hotel en el que esperan la llegada del tren. El acto de valor de Helfin, que, al final incluso se le ofrece abandonar cobrando el dinero que ofrece el propietario de las diligencias, se basa en un principio tan básico como es el de la solidaridad y de respeto a los sacrificios que hacen los demás por hacer lo que es honesto. Lo que más favorece a cada cual, sino lo que es verdaderamente honesto. Ese retrato de hombre de una pieza que hace Heflin forma parte de esa envidia y admiración que, mezclada a partes iguales en el rostro de Ford, convierten a esta película en una rara gema del género. Hay una psicología dentro de la película que es magistral, incluso un punto por encima de muchas otras películas más conocidas.
En cuanto a Heflin, bueno, es que él estaba especializado en esos héroes grises, callados, en los que nadie repara salvo, precisamente, los otros héroes, los que sí pasan a la galería de personajes célebres y que saben que la próxima bala puede ser para ellos dejando toda la gloria que han soñado en un simple acontecimiento que yacerá bajo el polvo del desierto.
Abrazos con un pie en el estribo.