martes, 18 de noviembre de 2014

LLAMADA PARA UN MUERTO (1966), de Sidney Lumet

La vida, a veces, es demasiado gris como para ser contada. Trabajar en el servicio de contraespionaje no es ninguna ganga porque no deja de ser un trabajo de oficina en el que tienes que lidiar con unos cuantos jefes sin muchos escrúpulos. Se intenta aclarar el pasado algo revolucionario de un funcionario del servicio. Una locura de juventud, sin duda, que siempre está dominada por un idealismo condenado a morir. Todo aclarado. Pero, sin embargo, al día siguiente aparece muerto. Y el servicio investiga estas cosas. Más que nada para comprobar que no haya habido fugas, ni algún comentario fuera de lugar. Londres es testigo de esa investigación. Con sus días fríamente soleados y sus noches lluviosas donde las sombras del pasado saben confundirse. Algo rutinario pero no del todo claro. Ya se sabe. Asunto de espías. Sin inventos fantásticos, ni cosas raras. Solo personas.
Tanto es así que es difícil llevar una investigación a cabo cuando en casa hay problemas. No falta amor pero hay cosas que no se pueden comprender. Quizá es mejor hacerse daño y estar juntos que estar mentalmente sanos y separados. Las piezas están muy lejos de encajar pero todo encaja, como un rompecabezas que estaba destinado a no ser resuelto y, sin embargo, ahí está, con todas sus partes entrelazadas de forma lógica. Basta con tirar del hilo y hacer del pasado, una clave. El resto consiste en esperar a que se muevan los implicados. Y observar cómo todo se resquebraja con un patético y aburrido aire de normalidad. Muy fácil. Muy triste.

Tal vez esta sea una de las mejores adaptaciones que se han hecho de una novela de John Le Carré, con un James Mason enorme, dibujando en su rostro de madurez los estragos de una vida de descontento apagado, de melancolía asumida y de fascinante discreción. A su lado, Maximillian Schell, viejo amigo de viejas épocas, de cuando los espías solo tenían una cara para ofrecer y algún cariño motivado por el roce propio de la profesión. Un poco más allá, Simone Signoret, herida por el tiempo en su piel hermosa que llega a ser comprendida en su posición porque el dolor ya se ha instalado en su rostro de porcelana huida. En el hogar, Harriet Anderson, una de las musas de Bergman, que pierde sentido en su ninfomanía, acuciada por una soledad que no se molesta en comprender porque precisamente ahí es donde más daño puede sufrir. Tras las cámaras, un Sidney Lumet paciente y sabio, que no duda en esbozar las esquinas de un Londres gris y burlón, que ofrece vida a quien ya no tiene ganas de seguir adelante porque las experiencias se acumulan en un buen puñado de decepciones. El asunto mortal es muy raro, es peligroso, es sucio y es, también, una nueva decepción. Basta con mirar alrededor y comprobar que ninguno de los personajes que intervienen en esta farsa de apariencias y fingimientos grisáceos tienen nada a lo que agarrarse. Solo un funcionario discreto del MI5 que intenta coger lo que es suyo con la última uña de sus dedos.

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