La vida, a veces, es demasiado
gris como para ser contada. Trabajar en el servicio de contraespionaje no es
ninguna ganga porque no deja de ser un trabajo de oficina en el que tienes que
lidiar con unos cuantos jefes sin muchos escrúpulos. Se intenta aclarar el
pasado algo revolucionario de un funcionario del servicio. Una locura de
juventud, sin duda, que siempre está dominada por un idealismo condenado a
morir. Todo aclarado. Pero, sin embargo, al día siguiente aparece muerto. Y el
servicio investiga estas cosas. Más que nada para comprobar que no haya habido
fugas, ni algún comentario fuera de lugar. Londres es testigo de esa
investigación. Con sus días fríamente soleados y sus noches lluviosas donde las
sombras del pasado saben confundirse. Algo rutinario pero no del todo claro. Ya
se sabe. Asunto de espías. Sin inventos fantásticos, ni cosas raras. Solo
personas.
Tanto es así que es difícil
llevar una investigación a cabo cuando en casa hay problemas. No falta amor
pero hay cosas que no se pueden comprender. Quizá es mejor hacerse daño y estar
juntos que estar mentalmente sanos y separados. Las piezas están muy lejos de
encajar pero todo encaja, como un rompecabezas que estaba destinado a no ser
resuelto y, sin embargo, ahí está, con todas sus partes entrelazadas de forma
lógica. Basta con tirar del hilo y hacer del pasado, una clave. El resto
consiste en esperar a que se muevan los implicados. Y observar cómo todo se
resquebraja con un patético y aburrido aire de normalidad. Muy fácil. Muy
triste.
Tal vez esta sea una de las
mejores adaptaciones que se han hecho de una novela de John Le Carré, con un
James Mason enorme, dibujando en su rostro de madurez los estragos de una vida
de descontento apagado, de melancolía asumida y de fascinante discreción. A su
lado, Maximillian Schell, viejo amigo de viejas épocas, de cuando los espías
solo tenían una cara para ofrecer y algún cariño motivado por el roce propio de
la profesión. Un poco más allá, Simone Signoret, herida por el tiempo en su
piel hermosa que llega a ser comprendida en su posición porque el dolor ya se
ha instalado en su rostro de porcelana huida. En el hogar, Harriet Anderson,
una de las musas de Bergman, que pierde sentido en su ninfomanía, acuciada por
una soledad que no se molesta en comprender porque precisamente ahí es donde
más daño puede sufrir. Tras las cámaras, un Sidney Lumet paciente y sabio, que
no duda en esbozar las esquinas de un Londres gris y burlón, que ofrece vida a
quien ya no tiene ganas de seguir adelante porque las experiencias se acumulan
en un buen puñado de decepciones. El asunto mortal es muy raro, es peligroso,
es sucio y es, también, una nueva decepción. Basta con mirar alrededor y
comprobar que ninguno de los personajes que intervienen en esta farsa de
apariencias y fingimientos grisáceos tienen nada a lo que agarrarse. Solo un
funcionario discreto del MI5 que intenta coger lo que es suyo con la última uña
de sus dedos.
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